PONTÓN,
Gonzalo, La lucha por la desigualdad. Una
historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona, Ediciones de
Pasado & Presente, 2016; 781 págs. Prólogo de Josep Fontana.
Llegué a este libro de oídas, gracias a una
entrevista que le hacían al autor en la radio. Lo presentaron como una persona
que había dedicado su vida a la edición al más alto nivel, había fundado las
editoriales Crítica y Pasado & Presente, y ahora, llegada la jubilación, se
había dedicado a escribir. Nada parecía más prometedor. Además, el tema, la
historia de Europa durante la fase previa a la Revolución Industrial, o durante
los momentos iniciales de esta, siempre me había atraído, así que tomé nota de la
obra. A los pocos días la tenía en mi casa. He necesitado un mes para leerla, y
aún necesitaría años para digerirla por completo.
Debido a su complejidad y a la
minuciosidad con la que relata, analiza y describe hechos y procesos, resulta
muy complicado escribir una reseña sobre ella. No soy ningún especialista, así
que me voy a limitar a reflejar aquí un resumen de mis notas de lectura,
personales y ahora compartidas.
La introducción contiene una
declaración de intenciones:
“Lo que persigo con este libro es llegar a entender la naturaleza de la desigualdad actual, es decir, escribir ‹‹una genealogía del presente›› (Fontana), como hace cualquier historiador preocupado por su tiempo. Para ello trato de averiguar cuándo, dónde, cómo y por qué se dieron los procesos materiales e intelectuales que llevaron a las sociedades occidentales a experimentar un salto cualitativo en los niveles de su desigualdad interna tan firme y poderoso que iba a mantenerse, cuando no a cobrar nuevas fuerzas, hasta nuestros días”. (Pág. 18)
Esas averiguaciones configuran el libro. En él aparecen bien
diferenciados los procesos materiales, que se tratan en la primera parte,
titulada “Trama”, y los intelectuales, descritos en la segunda parte, llamada
“Urdimbre”, ambos términos, además, muy relacionados con el mundo del textil,
cuya industria, como sabemos, fue uno de los pilares de la Revolución
Industrial. Llama la atención, desde luego, cómo hoy día se está dando
exactamente el mismo proceso de búsqueda de mano de obra barata para ampliar
los márgenes de beneficio en la industria textil, que ha cambiado las mujeres y
los niños de Manchester o Birmingham del siglo XVIII por personas en régimen de
semiesclavitud en países subdesarrollados o en vías de desarrollo y con un
exceso de mano de obra no cualificada. Una de las vías de la acumulación de
capital ha sido, desde siempre, el pagar salarios de miseria, y así fue también
durante el siglo XVIII.
“El gran paleoantropólogo norteamericano Stephen Jay Gould acuñó hace cuarenta años el término ‹‹equilibrio interrumpido›› (o ‹‹puntuado››) para denotar el fenómeno que tiene lugar ‹‹cuando parte de la población de un linaje se escinde del resto, en un entorno diferente al cual se adapta, y evoluciona hacia una nueva especie››. Pues bien, si algún paso en la historia de las sociedades humanas modernas pudiera asimilarse al ‹‹equilibrio interrumpido›› de Gould, es el que deberíamos situar en el siglo XVIII y, concretamente, en su último tercio. (Págs. 18 y 19).
El libro, de una riqueza de datos y
reflexiones extraordinaria, relata la manera en la que las antiguas clases
privilegiadas (nobleza y clero) tuvieron que luchar para impedir que una nueva
clase, la burguesía, consiguiera “transformar en poder político su poder
económico”. Esas antiguas clases privilegiadas lucharon, infructuosamente, por
conservar la desigualdad, lucha más o menos violenta según el país analizado.
Pero no fue esa la única lucha por la desigualdad. Existió otra, mucho más exitosa,
que consistió en marcar unas claras diferencias entre esos burgueses, plebeyos
enriquecidos, y la plebe misma, los millones de personas pertenecientes al
pueblo llano que constituyeron el ejército laboral necesario para que
funcionaran las manufacturas. Quizá el mayor atractivo del libro de Pontón sea
ese, dejar claro que existió el propósito de afianzar la desigualdad entre las
personas enriquecidas, gracias al comercio y las manufacturas de la
protoindustria, y los pobres asalariados en los cuales se apoyaba ese
enriquecimiento.
“Pero ‹‹la nueva especie›› emprendió a su vez una lucha por la desigualdad más duradera, y al cabo más triunfal, que la de los viejos estamentos del Antiguo Régimen: la que la enfrentó a las clases subalternas de las que se había escindido”. (Pág. 19).
“Esos burgueses industriales se hicieron inmensamente ricos y aseguraron, vía herencia, el mantenimiento de la desigualdad que habían conseguido, es decir, el ‹‹el éxito diferencial de la nueva especie››”. (Pág 21).
Los procesos necesarios para que se
lograra este “equilibrio punteado”, y la subsiguiente industrialización, se
dieron sobre todo, y en un principio, en lo que Pontón llama “círculo de
Flandes” (pág. 19): Provincias Unidas (Holanda), Países Bajos Austriacos
(Bélgica), zonas de Renania, Hamburgo, el norte de Francia e Inglaterra. Más
adelante afina la extensión del ese territorio:
“Es cierto que desde casi principios de siglo estos niveles de industrialización fueron mayores en un círculo imaginario —que podríamos llamar “círculo de Flandes”— con centro en Amberes y de unos 500 kilómetros de radio, que abarcaba las regiones situadas a ambos lados del Canal de la Mancha y junto al Mar del Norte: Inglaterra, el nordeste de Francia, la región de Sambre-Mosa y Renania”. (Pág. 156).
Pero
fue Inglaterra el lugar donde se dieron las condiciones ideales para que se
iniciara el proceso:
“Concretamente en Gran Bretaña, una élite de la tierra, del comercio y de los negocios, que controlaba el gobierno desde la revolución ‹‹Gloriosa›› (1688), introdujo una serie de cambios técnicos y jurídicos en la propiedad rústica que supuso la recuperación del control de la tierra por los terratenientes que, mediante leyes del Parlamento, concentraron las propiedades, las vallaron, las convirtieron en pastos o en granjas especializadas orientadas a producir para el mercado y desahuciaron a los campesinos que las habían trabajado desde hacía generaciones. Mediante leyes ad hoc y coerciones de todo tipo, la élite terrateniente inglesa logró quebrantar la vieja economía moral campesina y expulsar de la tierra quizá un millón y medio de familias que se quedaron sin medios de producción y de vida y se vieron abocadas a emigrar a unas ciudades que durante la segunda mitad del siglo habían crecido con fuerza. En ellas, se procedió a barrer las pocas restricciones gremiales que quedaban y se declaró la ‹‹libertad de trabajo››, con lo que centenares de miles de hombres, mujeres y niños tuvieron que emplearse en lo que se ofrecía en Londres, Manchester, Liverpool, Birmingham y otras ciudades. Todo este ‹‹ejército de la miseria››, al que se sumó el excedente poblacional —los pobres— producto del auge demográfico, fue la carne de cañón para el crecimiento y desarrollo de las manufacturas”. (Págs. 19 y 20).
Ya ven que la introducción no tiene
desperdicio. Obviamente es un enfoque humanitario de la historia, quizá el más
justo y necesario. Desde entonces, desde aquel
siglo XVIII que hasta ahora solíamos considerar el siglo de la Razón, de la
Ilustración, el mundo occidental, u occidentalizado —Europa, Estados Unidos, Corea
del Sur, Japón, etc…—, vive inmerso en el mismo sistema económico, basado en la generación
de unas necesidades de consumo creadas artificialmente y sin las cuales el
sistema ya no se sostiene.
¿Y dónde quedó España en aquel
movimiento general de replanteamiento de la sociedad, sus creencias y sus
costumbres? Allí, en aquella esquina del mapa de Europa, aislada, bien
protegida de las ideas revolucionarias por un estado y una intelectualidad
dominados por una Iglesia omnipresente y plenipotenciaria que luchó con éxito
para evitar la “contaminación” de las conciencias de sus habitantes. Ahí estaban,
para evitarlo, personajes como el beato Diego José de Cádiz, autor de El soldado católico en guerra de religión. A
un sobrino suyo en la guerra contra la infiel, sediciosa y regicida Asamblea de
la Francia (1794) donde “se despacha a gusto contra la libertad, que ha
sido siempre ‹‹la raíz y el origen de todas las herejías y aun de todos los
pecados›› y contra los philosophes
‹‹libertinos o filósofos materialistas … hijos de Lucifer y miembros perniciosos
de tan infame cabeza››” (pág. 645).
¿Manufacturas? ¿Para qué? No las necesitábamos, nos bastaba
con comprar lo que precisáramos con el oro y la plata americanos, obtenido en
minas como “Potosí o Huancavelica, donde los mitayos morían como chinches” (pág.
65), un trato similar, mal que les pese a los ingleses y demás creadores de la
leyenda negra española, al que recibían los siervos-esclavos de los yacimientos
carboníferos de Escocia, que “eran vendidos y comprados con las minas
exactamente como se hacía con los siervos de la gleba” (pág. 64). Por supuesto,
y en las páginas correspondientes, Pontón hace ilusión al comercio de esclavos
negros, “uno de los grandes negocios de los comerciantes ingleses” (pág. 252),
propiciatorio del auge de las empresas financieras y las casas de seguros, pues
tanto unas como otras eran necesarias para este innoble negocio. Dedica un emotivo párrafo al asesinato de 132 esclavos del barco esclavista inglés Zong, muy ilustrativo de hasta dónde
puede llegar la codicia de los hombres. Este inhumano episodio, que llegó a
juicio (pág. 253), fue inmortalizado por el gran William Turner.
España, dormida a la sombra de
iglesias y campanarios, no vivió el desarrollo de la burguesía, la más dinámica
de las clases, salvo en lugares muy concretos, ciudades como Cádiz o Barcelona,
donde, además, estaba integrada en parte por comerciantes extranjeros. Quizá
el caso de Barcelona sea singular, pues en ella sí se dio el nacimiento de
manufacturas textiles que acabarían por desarrollarse en el siglo XIX y dar
lugar a una pujante y dinámica burguesía. Se quiera o no, la situación de
Cataluña, mejor comunicada con el resto de Europa que las demás regiones
españolas, ha jugado siempre a favor de esa singularidad.
“El éxito de la industria textil catalana se aceleró con la adopción de las máquinas de hilar hacia fines de siglo y principios del XIX. […] A principios del nuevo siglo, la industria algodonera catalana era ya una industria moderna de producción masiva, concentración obrera y mecanización del proceso productivo, al estilo de la británica”. (Pág. 191).
El proceso se había iniciado en Cataluña con “los excedentes
del comercio de derivados vinícolas que hacían con el norte de Europa, con el
Báltico y con América” (pág. 189).
En general, puede afirmase que la
iniciativa manufacturera que existió en el conjunto del país, incluso en
Cataluña en algunos casos —“en 1772 los fabricantes catalanes crearon la Real
Compañía de Hilados de Algodón de América” (pág. 191)—, fue básicamente de la
realeza, necesitada de objetos de lujo —lámparas, tapices, etc.— para adornar
sus palacios y los de la alta nobleza (los Alba, Osuna, etc.). Pontón pasa
revista a estas “reales fábricas” en las páginas 185 y siguientes. Hubo, por
supuesto, algunas iniciativas privadas, pero casi siempre con capital
extranjero y corta vida, como la fábrica de hojalata que con capital suizo y
técnicos alemanes se estableció en 1725 a orillas del río Genal, cerca de Ronda
(págs. 193 y 194).
Por otra parte, y para ir
terminando, decir que en España, además de los “obstáculos mentales” para el
desarrollo y la modernización —basada en la defensa de la desigualdad, como
defiende el señor Pontón en esta su admirable obra—, existieron otros muchos obstáculos estructurales,
algunos de ellos insalvables: la accidentada orografía, la ausencia de vías de
comunicación, la existencia de un sistema de impuestos hipertrofiado, de
aduanas interiores, consumos, etc. etc.
Pero sobre todas, la idea que prevalece tras la lectura de
este libro consiste en la existencia de una corriente de desprecio hacia los
pobres, hacia los simples operarios y obreros, sin los cuales el sistema
capitalista y la industrialización no hubieran sido posibles, personas consideradas
de tercera, a los que había que mantener en la indigencia tanto material como
intelectual. Ese desprecio resulta patente hasta en los escritos íntimos, y no
tan íntimos, de los que conocemos como Ilustrados. Gracias a Gonzalo Pontón
nunca volveré a verlos de la misma manera:
“La Enciclopedia era una operación comercial de editores entusiasmados con el éxito que en Gran Bretaña había tenido la Cyclopaedia de Chambers, que ya iba por su quinta edición, pero los philosophes la convirtieron en depositaria de sus ideas y de su concepción, burguesa, del mundo”. (Pág. 562).
“A lo largo de sus escritos [de Voltaire], su ignorancia de los pobres o, cuando repara en ellos, su desprecio es sonrojante: ‹‹No me interesa la canalla; seguirá siendo canalla›› (carta a D’Alambert de 1767), porque ‹‹el común ha de ser dirigido, no educado; no merece serlo. No es al campesino al que hay que educar, sino al buen burgués, al comerciante››”. (Pág 576)
A veces uno se alegra de vivir los
tiempos que vive. La mejoría es indudable.
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