MORAVIA,
Alberto, La campesina, Barcelona,
Seix Barral, 1983; 284 págs. Traducción
de Domingo Pruna [La ciociara,
1957].
Poco a poco, con el paso de los
años, uno se da cuenta de que un lector de novelas como este que les habla, que
cuando lee una obra perteneciente a otro género literario lo hace casi por obligación, es esencialmente un
amante de los relatos, de los cuentos, de las historias más o menos inventadas,
y se enamora de las mejores. Y a ellas se entrega con pasión. Por eso, cuando
acaba una novela como La campesina,
con la que se ha emocionado, con la que ha sufrido y ha disfrutado durante
varios días, se queda vacío y anhelante porque sabe que la va a echar de menos.
Hacía tiempo que no sentía una sensación como esta después de terminar una
novela, como de abandono y fatiga emocional a un tiempo. La intensidad de los
días durante los cuales me he dejado conducir de la mano de Cesira por el
paisaje asolado, física y moralmente, de la Italia de las postrimerías de la
Segunda Guerra Mundial, un país y una población civil depauperados y perseguidos
por civiles codiciosos y militares inhumanos, ha sido tal que, ahora, finalizada
la novela, me encuentro entristecido, como abandonado por una amante
inconstante, como si todo el placer que he estado sintiendo a su lado durante
el tiempo de lectura me haya sido robado de pronto, como si alguien, una fuerza
poderosísima y sobrehumana, me hubiera privado de él. ¿Saben qué? Cuando empecé
a leer la novela, y durante toda la lectura, no tenía ninguna información sobre
su argumento salvo los conocimientos generales que uno pueda tener sobre la
fase final de la ocupación fascista de la mitad sur de Italia. Y ese
desconocimiento me ha venido muy bien para el disfrute de la lectura. Durante
ella, como decía, no tenía ni idea de su argumento, de ahí que si usted,
lector, aún no ha leído La campesina,
creo que debe dejar de leer estas líneas. Busque la novela, consígala donde sea
—no es fácil hallar una edición en papel— y léala. Luego ya hablaremos.
De Alberto Moravia, teniendo idea ya
de su apertura mental y de sus tendencias humanísticas y humanizadoras —según
Ana María Moix en su prólogo a Los
indiferentes, para Arnaldo Mussolini, hermano del Duce, el novelista era la
“reencarnación de Satanás”—, desde luego podía esperarse una novela así, antibelicista,
salpicada de profundas reflexiones sobre la inhumanidad de la guerra. Todo
ello, por supuesto, canalizado en el punto de vista de la protagonista, que a
su vez es la narradora única y principal de la novela, contada en una primera
persona realmente limitada, real. Esto es: cuando Cesira no ha presenciado algo,
porque ese algo ha ocurrido fuera de su alcance, no nos lo cuenta. La novela es
bastante tradicional en cuanto a su técnica narrativa, un narrador en primera
persona, muy efectivo por su condición de testigo y sufridor, y un tratamiento
del tiempo perfectamente lineal. Copio a continuación algunas de esas
reflexiones sobre la inhumanidad de la guerra, sobre el poder que tiene sobre
el comportamiento de las personas, pues a todas las transforma. Están
elaboradas según el punto de vista de Cesira, la narradora, una campesina
apasionada y de corazón muy bondadoso, enamorada de la forma de ser y pensar de
un joven intelectual de nombre Michele, personaje creado por Moravia para poner
en su boca pensamientos más elaborados, poco verosímiles en una persona sin
instrucción, como Cesira:
“Aquellos aviadores que arrojaban bombas no sabían nada de nosotros ni de nuestros monumentos; la ignorancia les hacía actuar tranquilos y sin piedad; y la ignorancia, añadió Michele, era quizá la causa de todas nuestras desdichas y de las ajenas, porque la maldad no es más que una forma de ignorancia y aquel que sabe no puede hacer daño”. (Pág. 154).
Esta reflexión esta generada por el
poder que las personas de ideología avanzada siempre han otorgado a la
educación, a la cultura, aunque en este caso Michele, representante de ese
planteamiento utópico que siempre ha hecho avanzar a la sociedad, parezca pecar
de ingenuo y desprevenido.
“El abogado hablaba de la pobre Lena [una joven madre trastornada por la guerra] como de una cosa cualquiera. Y, en cambio, yo había sacado de ella una impresión profunda que jamás se borrará de mi memoria. Como si aquel pecho desnudo que ofrecía a cualquiera que fuese en la carretera general, hubiese sido el indicio más claro de las condiciones en que nos hallábamos los italianos aquel invierno de 1944: carentes de todo, como los animales, que sólo tienen la leche que dan a sus crías”. (Pág. 163).
“En realidad, nuestras desdichas nos volvían indiferentes a las desdichas ajenas. Y, más tarde, he pensado que éste es, seguramente, uno de los peores efectos de la guerra: nos hace insensibles, endurece el corazón, mata la piedad”. (Pág. 226).
“Y yo, muchas veces, he pensado que tratar a un hombre como un hombre y no como un animal quiere decir tenerle limpio, en una casa limpia, demostrar simpatía y consideración por él y, sobre todo, darle esperanzas para el futuro. Si esto no se hace, el hombre, que es capaz de todo, poco tarda en volverse un animal y, entonces, se comporta como un animal y es inútil pedirle que se comporte como un hombre, desde el momento en que se ha querido que fuese animal y no hombre”. (Pág. 231).
“Pensaba que aquello era la guerra, como decía Concetta, y en la guerra caen los mejores porque son los más valientes, los más altruistas, los más honrados y unos son asesinados como X y otras quedan estropeadas para toda la vida como Y. En cambio, los peores, los que no tienen valor, los que no tienen fe, lo que no tienen religión, los que no tienen orgullo, los que roban y matan y piensan en sí mismos y van a lo suyo, ésos se salvan y prosperan y se vuelven más sinvergüenzas y delincuentes de lo que eran antes”. (Pág. 270)
En esta última cita he sustituido
por letras mayúsculas ciertos nombres con idea de no desvelar demasiadas cosas
a los lectores imprudentes que han seguido leyendo a pesar de mi advertencia
anterior.
Vallecorsa
(altricolori.it)
La novela demuestra un conocimiento
de la geografía y las vivencias de los personajes, muchas de ellas de gran
crudeza, muy llamativo. Fondi y sus naranjales, Vallecorsa y sus montañas, el
paisaje abierto y deslumbrador que se domina desde las macere, construidas en unas laderas con forma de medio cono
invertido, son perfectamente reales, al igual que las vivencias que se relatan,
dicho sea con amargura. Este conocimiento tan directo se debe al carácter
autobiográfico de la novela, pues Moravia y Elsa Morante estuvieron refugiados
durante la guerra en Saint’Agata, una aldea de las montañas situadas al este de
Fondi, aldea de la que Saint’Eufemia, donde se refugian Cesira y su hija, es un
mero trasunto literario.
Una vez más, y siempre de manera
ineludible, la literatura es hija de la vida.
En
cuanto a una posible relación clara de esta novela con otras obras suyas que ya
haya leído, resulta indiscutible la existente con “Acercarse al pueblo”, un cuento comprendido en Relatos 2 que habla de justicia social, escrito en 1944, contemporáneo, por tanto, de los hechos que se narran
en La campesina. Por último, y como
prueba del éxito que la novela tuvo en Italia y de la vigencia que sigue
teniendo —y tendrá en todas partes porque es un clásico del antibelicismo, como
Sin novedad en el frente, de Remarque, o Trampa-22, de Heller—,
decir que existen de ella una célebre versión cinematográfica, protagonizada
por Sofía Loren, y una ópera, Two Women,
interpretada por primera vez de forma íntegra en 2015. Ninguna como la novela.
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