FRANCISCA
VANDEPITTE, SURA LEVINE, PIERRE BAUDSON, CARLOS COLÓN y NORBERT HOSTYN, Constantin Meunier à Séville. L’ouverture
andalouse, Bruselas, Editions Snoeck, 2008; 128 páginas.
Se trata del catálogo de la
exposición Meunier à Séville, llevada
a cabo por los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica entre septiembre de
2008 y enero de 2009 en su sede bruselense. Constantin Meunier (1831-1904) fue
un pintor y escultor belga conocido por obras en las que pone de manifiesto la
explotación laboral en las cuencas mineras y centros industriales de la Bélgica
de su época. Sin embargo, durante su larga trayectoria profesional recibió
un encargo que le trajo a Sevilla, ciudad en la que vivió entre octubre de 1882
y abril de 1883.
La publicación, bien provista de
ilustraciones a color, está dividida en cinco partes, cada una de distinto
autor:
«Constantin
Meunier en mission à Séville, dans le sillage de Pedro Campana», de Francisca
Vandepitte, (pp. 5-23).
«À
propos des nobles mendiants, de la corrida et du café El Burrerro», de S.
Levine, (pp. 31-42).
«Du
travail des femmes au loisir des hommes. De la Manufacture de tabac à Séville
au Combat de coqs», de Pierre Baudson, (pp. 66-86).
«La
Semana Santa de Séville telle que Constantin Meunier l'a connue», Carlos Colon,
(pp. 94-108).
«Les
artistes belges ayant séjourné en Espagne dans les années 1800-1900», de Norbert
Hostyn, (pp. 113-127).
El resto de páginas está ocupado por
reproducciones de las obras que formaban parte de la exposición, un total de setenta
y cinco.
Constantin Meunier llega a Sevilla
con el encargo de realizar una copia a tamaño natural de la obra de Pedro Campaña
—en realidad Pieter de Kempeneer—, Descenso
de la Cruz (1547), colgada en la Sacristía Mayor de la Catedral de Sevilla.
Una vez en la ciudad, a la que viene en compañía de su primogénito, Karl, de
dieciocho años, se encuentra con la oposición del cabildo catedralicio, que no
piensa facilitar una labor autorizada por un obispo recientemente fallecido. Una vez
conseguida dicha autorización, Meunier se encuentra con la negativa del cabildo
a descolgar el cuadro para que sea trasladado a un lugar donde el pintor
pueda trabajar con la luz conveniente y, en general, en las condiciones que
requiere un encargo como este. Piénsese en las dimensiones del cuadro —317 X 191
cm— y en la penumbra en la que debía
mantenerse la sacristía de una iglesia en pleno siglo XIX. Salvar todos estos
obstáculos le llevó a Meunier unos meses, un tiempo durante el cual fue incapaz
de estar mano sobre mano, como lo hubiera sido cualquier creador. Su actividad puede seguirse en la abundante correspondencia que Meunier mantuvo con su
esposa, Léocadie. En ella asistimos al proceso gracias al cual Meunier se hace
a la vida en la ciudad, cómo se traslada de un hotel en la Plaza Nueva a otro en
la calle Sierpes, donde iba a estar más cerca del pueblo. Porque Meunier, como
buen amante de las personas, acaba venciendo las reticencias iniciales y
enamorándose de la ciudad y, sobre todo, de los miembros de las clases
populares. Dispone de todo el día para dibujar. En la catedral retrata
monaguillos y pertigueros y, sobre todo, mendigos. Por la noche, y en compañía
de otros extranjeros artistas huéspedes en los establecimientos donde se hospeda,
acude a los cafés cantantes, en los que por fuerza tuvo que coincidir con los
sevillanos folkloristas del momento (Rodríguez Marín, Machado y Álvarez, etc.).
A través de la lectura de la correspondencia con su esposa asistimos a los
descubrimientos que va haciendo. Los cuadros flamencos le parecen subyugadores
y, por supuesto, los pinta, justo en la época en la que también lo hacía John
Singer Sargent. En la Fábrica de Tabaco realiza el descubrimiento del mundo de
las cigarreras, que retrata con maestría.
«Manufacture de tabac à Séville». Óleo sobre
lienzo. 1883. (165,5 X 227 cm). Museos Reales
de Bellas Artes de Bélgica. Bruselas. Inv. 3227
Y lo
mismo puede decirse del ambiente de las peleas de gallos, o de la tauromaquia, que
también recoge en su obra. De vuelta a su país, Meunier recibió el aplauso por muchas de
sus obras españolas y, a decir de los críticos, su paleta se volvió más
luminosa y colorista.
El libro finaliza con una nómina de pintores belgas que
visitaron España durante el siglo XIX, todos «víctimas» de un proceso parecido. La luz y los colores del sur atrajeron con fuerza a los pintores de aquellas latitudes. España no poseía restos romanos colosales que estudiar, como Italia, tan visitada en los siglos anteriores, pero sí la fuerza, la pasión y los colores fruto de un mestizaje cultural de siglos. Resulta un tópico, pero es así: España enamora.
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