viernes, 24 de noviembre de 2017

«Constantin Meunier à Séville», obra colectiva





FRANCISCA VANDEPITTE, SURA LEVINE, PIERRE BAUDSON, CARLOS COLÓN y NORBERT HOSTYN, Constantin Meunier à Séville. L’ouverture andalouse, Bruselas, Editions Snoeck, 2008; 128 páginas.

            Se trata del catálogo de la exposición Meunier à Séville, llevada a cabo por los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica entre septiembre de 2008 y enero de 2009 en su sede bruselense. Constantin Meunier (1831-1904) fue un pintor y escultor belga conocido por obras en las que pone de manifiesto la explotación laboral en las cuencas mineras y centros industriales de la Bélgica de su época. Sin embargo, durante su larga trayectoria profesional recibió un encargo que le trajo a Sevilla, ciudad en la que vivió entre octubre de 1882 y abril de 1883.
            La publicación, bien provista de ilustraciones a color, está dividida en cinco partes, cada una de distinto autor:  

«Constantin Meunier en mission à Séville, dans le sillage de Pedro Campana», de Francisca Vandepitte, (pp. 5-23).

«À propos des nobles mendiants, de la corrida et du café El Burrerro», de S. Levine, (pp. 31-42).

«Du travail des femmes au loisir des hommes. De la Manufacture de tabac à Séville au Combat de coqs», de Pierre Baudson, (pp. 66-86).

«La Semana Santa de Séville telle que Constantin Meunier l'a connue», Carlos Colon, (pp. 94-108).

«Les artistes belges ayant séjourné en Espagne dans les années 1800-1900», de Norbert Hostyn, (pp. 113-127).

            El resto de páginas está ocupado por reproducciones de las obras que formaban parte de la exposición, un total de setenta y cinco.

            Constantin Meunier llega a Sevilla con el encargo de realizar una copia a tamaño natural de la obra de Pedro Campaña —en realidad Pieter de Kempeneer—, Descenso de la Cruz (1547), colgada en la Sacristía Mayor de la Catedral de Sevilla. Una vez en la ciudad, a la que viene en compañía de su primogénito, Karl, de dieciocho años, se encuentra con la oposición del cabildo catedralicio, que no piensa facilitar una labor autorizada por un obispo recientemente fallecido. Una vez conseguida dicha autorización, Meunier se encuentra con la negativa del cabildo a descolgar el cuadro para que sea trasladado a un lugar donde el pintor pueda trabajar con la luz conveniente y, en general, en las condiciones que requiere un encargo como este. Piénsese en las dimensiones del cuadro —317 X 191 cm—  y en la penumbra en la que debía mantenerse la sacristía de una iglesia en pleno siglo XIX. Salvar todos estos obstáculos le llevó a Meunier unos meses, un tiempo durante el cual fue incapaz de estar mano sobre mano, como lo hubiera sido cualquier creador. Su actividad puede seguirse en la abundante correspondencia que Meunier mantuvo con su esposa, Léocadie. En ella asistimos al proceso gracias al cual Meunier se hace a la vida en la ciudad, cómo se traslada de un hotel en la Plaza Nueva a otro en la calle Sierpes, donde iba a estar más cerca del pueblo. Porque Meunier, como buen amante de las personas, acaba venciendo las reticencias iniciales y enamorándose de la ciudad y, sobre todo, de los miembros de las clases populares. Dispone de todo el día para dibujar. En la catedral retrata monaguillos y pertigueros y, sobre todo, mendigos. Por la noche, y en compañía de otros extranjeros artistas huéspedes en los establecimientos donde se hospeda, acude a los cafés cantantes, en los que por fuerza tuvo que coincidir con los sevillanos folkloristas del momento (Rodríguez Marín, Machado y Álvarez, etc.). A través de la lectura de la correspondencia con su esposa asistimos a los descubrimientos que va haciendo. Los cuadros flamencos le parecen subyugadores y, por supuesto, los pinta, justo en la época en la que también lo hacía John Singer Sargent. En la Fábrica de Tabaco realiza el descubrimiento del mundo de las cigarreras, que retrata con maestría.

«Manufacture de tabac à Séville». Óleo sobre 
lienzo. 1883. (165,5 X 227 cm). Museos Reales
de Bellas Artes de Bélgica. Bruselas. Inv. 3227

Y lo mismo puede decirse del ambiente de las peleas de gallos, o de la tauromaquia, que también recoge en su obra. De vuelta a su país, Meunier recibió el aplauso por muchas de sus obras españolas y, a decir de los críticos, su paleta se volvió más luminosa y colorista.

El libro finaliza con una nómina de pintores belgas que visitaron España durante el siglo XIX, todos «víctimas» de un proceso parecido. La luz y los colores del sur atrajeron con fuerza a los pintores de aquellas latitudes. España no poseía restos romanos colosales que estudiar, como Italia, tan visitada en los siglos anteriores, pero sí la fuerza, la pasión y los colores fruto de un mestizaje cultural de siglos. Resulta un tópico, pero es así: España enamora.  

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