Capítulo 11
Uno de mis amigos preferidos era Luis
Ricardo Martínez. Lo conocí cuando yo era ya mayor e iba al colegio. Hoy día no
lo veo casi nunca porque vive en Guadalajara, ciudad que frecuento muy poco; no
sé si he estado allí una vez, o quizá ninguna, no me acuerdo. Creo que se ha
hecho mormón o algo así, decisión que respeto muchísimo.
En el colegio era más conocido como el
"Doctor Bacterio". Tenía en su haber la invención de más de veinte
complicados artefactos que poseían la gran virtud de no servir absolutamente
para nada. Era celebre entre profesores y alumnos, algunos de los cuales —la
mayoría— lo consideraban el tonto más grande que habían conocido en su vida. Yo
lo defendía porque siempre me he sentido inclinado a ponerme de parte del
perseguido y porque veía en él un valor muy positivo y escaso: la creatividad.
También era descubridor: había descubierto la "pintura a la mosca",
una técnica que, según él, consistía en dejar completa libertad al insecto a la
hora de realizar la obra. Eran pinturas de trazado caprichoso e imprevisible
que, en su conjunto, resultaban sugerentes y hasta inquietantes. Siempre quise
que me descubriera su secreto, cómo podía hacer que las moscas pintaran. Un
buen día, después de llevar meses insistiéndole y abrumándole con elogios hacia
sus cuadros, me llevó a su casa. Iba a descubrirme su secreto, su fórmula
mágica. Luis Ricardo siempre me consideró uno de sus mejores amigos, algo que
le agradeceré toda la vida.
Su casa había sido construida en un
solar mucho más largo que ancho y acababa en una curiosa sucesión de patios
escalonados en sentido ascendente si se consideraban desde el nivel de la
calle. A estos patios daban muchas puertas. Abrió una de ellas y entramos en
una habitación de techo bajo atiborrada de los más extraños e inútiles objetos
del mundo. Había más de cinco aguamaniles que hoy harían las delicias de
anticuarios y decoradores posmodernos; con ellos había hecho una especie de
escultura turriforme que titulaba Agua
que no has de beber... En una esquina tenía su laboratorio de química: una
mesa llena de frascos, pibetas, probetas y tubos de ensayo llenos de líquidos y
polvos de los colores más variados; años más tarde, en un viaje a Marruecos, me
vinieron instantáneamente a la memoria al contemplar los productos de una
tienda de especias. En otra de las esquinas se veía un zorro disecado, cadáver
destripado que él esperaba poder volver a la vida con algún elixir
druídico.
Mientras me reponía de la sorpresa que
me había causado la contemplación de tanto cachivache revuelto, él se preparaba
para pintar uno de sus "cuadros a la mosca". Como pude ver, su
técnica era muy sencilla. Dispuso en el suelo un papel blanco, grueso y poroso,
frascos de tinta de varios colores y, por último, a los artistas: una veintena
de moscas metidas en un botecito de cuello estrecho y tapón horadado con una
aguja. Los agujeros del tapón son para
que no se mueran, me explicó muy serio. Yo, impresionado, guardaba un
silencio absoluto. Acto seguido destapó un frasco de tinta azul y, con una
habilidad envidiable para cualquier niño moscófobo, sacó uno de los insectos
sin dejar que se escapara ninguno de sus congéneres. Luego sumergió al alado
Picasso en la tinta y lo soltó en el centro del papel. El animalito empezó a
avanzar con mucho trabajo y estuvo dando vueltas pesadamente por el papel hasta
que murió de puro cansancio. Luego cogió otra mosca, la mojó en tinta amarilla
y la soltó en el mismo lugar que la primera. La trayectoria de esta última fue
distinta, como también lo fueron las de las siguientes, resultando al final un
cuadro que nada tenía que envidiar a los del Metropolitan de Nueva York. Le
puso título: Cabras pastando en un sembrado
de coliflores el día del nacimiento de Locomotoro.
Desde ese día profesé por Luis Ricardo
una admiración sin límites. Me parecía un genio, una persona de las que nacen
cada cien años gracias a una especial conjunción de dotación genética y
estímulos externos; no entendía como los demás podían considerarlo un
imbécil.
Empecé a frecuentar su casa.
Jugábamos al frontón —a mano y con una pelota “Gorila”—, oíamos música,
leíamos tebeos y realizábamos experimentos alucinantes. Las tardes se nos iban
sin darnos cuenta, encerrados los dos en su refugio merliniano. Su madre era
muy agradable, una mujer morena de muy buen ver y pronta sonrisa. Su afición
preferida era el cultivo de flores: rosas de distintos colores, claveles
blancos y rojos, margaritas, lilas, tulipanes y alhelíes. Una tarde la
encontramos muy preocupada: sus flores sufrían el ataque de una plaga que no
había producto capaz de detener. Los que había disponibles en el mercado resultaban
inútiles: aquellos insectos —unos bichitos amarillos, pequeñísimos y de muchas
patas— parecían resistentes a todo lo inventado hasta entonces. A las flores se
las veía cabizbajas, débiles, sin vida. Aunque no le gustaban las plantas —se
encontraban siempre en la trayectoria de su balón—, ver a su madre tan
preocupada produjo en mi amigo una noble reacción que lo llevó a recluirse en
su laboratorio y no parar hasta dar con el insecticida apropiado.
A la mañana siguiente apareció en el
colegio con una sonrisa triunfal: había descubierto la fórmula. Cuando salgamos, me dijo en el recreo, vamos a ir a probarla. Las horas pasaron
lentas, pesadas, como retardadas por un lastre invisible.
Nada más llegar a su casa, pusimos mano
a la obra. Vertimos el insecticida, un líquido pastoso de color verde
esmeralda, en el depósito de un nebulizador y rociamos generosamente todas las
plantas. Luego nos sentamos a esperar. La madre pasó por allí un par de veces
y, extrañada por nuestra inmovilidad y nuestro silencio, nos preguntó ¿Qué hacéis?, pero le respondimos con
evasivas para no estropearle la sorpresa.
Luis Ricardo era siempre muy
comunicativo, por eso me extrañó mucho que al día siguiente no me dirigiera la
palabra al entrar en el colegio. Llegó el recreo y pude hablarle con
tranquilidad. Estaba muy serio, se veía que había llorado. ¿Qué te pasa? ¿No salió bien el experimento?
No pude ir a su casa hasta que pasaron
varios meses: todos los insectos habían muerto, sí señor, pero las plantas
también. El insecticida era tan efectivo que hubiera matado hasta a un cactus.
Capítulo 12
El día que le había visto la cabeza
cuadrada a don Matías, mi maestro en el colegio, llegué a mi casa muy
preocupado. Me fui en busca de mi madre, que estaba en la cocina —mi madre
siempre estaba cosiendo o en la cocina—, me senté en la mesa donde comíamos, y
le dije:
—Mamá: don Matías tiene la cabeza
cuadrada.
—¿Qué estás diciendo hijo? Nadie tiene
la cabeza cuadrada.
—No le haga usted caso, señora, que este
niño tiene muchos pájaros en la cabeza —intervino Isabel, que estaba allí con mi madre.
—Pues yo se la he visto hoy cuadrada,
como un dado, pero en grande y con orejas.
Mi madre dejó de ayudar a Isabel, se
limpió las manos con un trapo y se sentó a mi lado en la mesa. Luego me pasó la
mano por la cabeza, como si me peinara hacia atrás —me encantaba que lo
hiciera—, y me dio un beso en la mejilla.
—¡Pero qué imaginación tienes, Andrés,
hijo mío!
—No, no mamá; de imaginación nada: yo le
he visto hoy la cabeza cuadrada a don Matías. Se la he visto un momento, sólo
un momento, pero se la he visto. Estaba hablando de ortografía, tan normal, y
de pronto lo miré y seguía hablando de ortografía, pero ahora con la cabeza
cuadrada. Cerré los ojos un momento y cuando volví a mirarlo ya no la tenía
cuadrada: la tenía apepinada, como siempre, tú sabes.
—¡A ver si es que no ves bien...! —dijo
mientras me miraba fijamente a los ojos—. Mañana vamos a ir a ver a don Manuel,
el oculista, a que te vea la vista, no vayas a ser que tú también seas miope.
En mi casa todo el mundo era miope,
hasta el canario.
A la mañana siguiente, mientras don Matías
aburría a mis compañeros con sus clases de ortografía, mi madre y yo estábamos
sentados en la sala de espera de la consulta de don Manuel. No tuvimos que
esperar mucho: habíamos ido a su consulta privada, no a la que tiene en la
inseguridad social; mi madre creía que lo mío era urgente y no podíamos estar
esperando hasta el año 2.004.
—¿Andrés Sánchez? —preguntó una
enfermera a todo el mundo y a nadie desde el centro de la sala.
—Somos nosotros —dijo mi madre
levantándose.
Aquella consulta no era muy nueva que
digamos. Don Manuel la había inaugurado en 1.954 y había renovado muy poco el
mobiliario. Las paredes estaban llenas de carteles con filas de letras de
distintos tamaños y ojos enormes, llenos de venitas, que te miraban fijamente.
Yo intentaba mantener la vista baja porque me cohibían mucho: parecían los ojos
de Dios, que lo ven todo. Además de la mesa del doctor y de dos o tres sillas,
se veían también varios artefactos extrañísimos, hechos de hierros más o menos
retorcidos, que parecían instrumentos de tortura. Yo cada vez me sentía menos
animado. Menos mal que el doctor parecía simpático. Sonreía mucho.
—A ver, siéntense. ¿Qué te pasa a ti
hijo?
Yo estaba seguro de que aquel hombre no
era mi padre, pero, bueno, ya conocen esa costumbre que tienen algunos mayores
que se creen muy mayores. Pasé por alto ese detalle y le conté lo de la cabeza
de don Matías.
—¿Y no has notado nada más?
A mí aquello ya me parecía suficiente y
le dije que no.
—Ahora que caigo —dijo mi madre—, se
pone muy cerca para ver la televisión.
—A ver, Andrés, siéntate aquí —dijo el
doctor mientras me señalaba un asiento metálico colocado, precisamente, junto a
una de aquellas máquinas infernales.
Hice de tripas corazón, fui y me senté. Él,
con todo lo grande que era, se sentó al otro lado de aquel artefacto. Yo me
sentía muy pequeñito.
—Ahora te voy a poner en los ojos unas
gotitas. Escuecen un poco.
Luego de ponerme las gotas, que escocían
mucho más de lo que él decía, me sometí a una larga serie de vejaciones
oculares que no tengo ganas de recordar y acabé de nuevo sentado junto a mi
madre.
—Señora, su hijo es astigmático. Por eso
le veía la cabeza cuadrada al maestro.
¡Astigmático!
¡Uf, qué palabra más fea! A mi me gustaba más miope, es más corta y suena
mejor. Pero no, era astigmático y no
se podía hacer nada.
—¿Y eso es grave? —pregunté muy
asustado.
—No, no te vas a morir, tranquilo, pero
tendrás que usar gafas para leer y ver la televisión. Es muy corriente que el
astigmático se convierta después en miope, así que hazte a la idea de llevar
gafas, que tienes para largo.
Lo de miope ya me gustaba más y salí
contento de la consulta. Desde entonces, y a pesar de haberme encontrado a
mucha gente tan pesada como don Matías, no le he vuelto a ver a nadie la cabeza
cuadrada.
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