Irene demostró
desde muy pequeñita una capacidad extraordinaria para caer bien a todo el
mundo. No era una niña cualquiera, desde luego. Siempre sonreía y era muy complaciente
—se dejaba hacer—, circunstancia que tanto Jaime como yo, sobre todo Jaime,
aprovechábamos para hacer virguerías con ella una vez que tuvo autonomía para
moverse por sí sola de un lado a otro sin ayuda externa, con estabilidad
suficiente para mantener el equilibrio y en posición vertical; desde que
aprendió a andar, vamos, como diría el poeta. A estas alturas de nuestra
sufrida vida, además, nuestra madre, a pesar de que nuestro padre presuntamente
había sido operado de próstata, volvía a estar embarazada, circunstancia que me
hizo pensar que aquel día en el coche había oído mal y a mi padre no lo iban a
operar de la próstata, sino de un hueso de la espalda, como había dicho Pedro.
Esta nueva traición de nuestra madre propició en nosotros una peligrosa afición
a las conductas antisociales y autodestructivas, como apedrear gorriones, sacar
la lengua al cartero y decir palabrotas. Irene, por su parte, vivía ajena a
todo lo que no fuera defenderse de nuestros ataques y obedecer nuestras órdenes.
Era tan sumisa que nunca decía que no a cualquier cosa que le propusiéramos.
Fue así como la involucramos en nuestras actividades, algunas de ellas
francamente peligrosas, cercanas, incluso, a lo que los mayores llaman
ilegalidad. (En este punto debo avisar a ciertos lectores, aquéllos
especialmente delicados, que la narración de estas actividades puede herir su
sensibilidad, por lo que les aconsejo que se salten el resto del capítulo).
Así, un poco sin saber dónde se metía,
Irene se enroló en una de nuestras empresas, una de nuestras labores preferidas,
un arte que contribuyó a acrecentar nuestra fama por el barrio. Se trataba de
la elaboración de “ensaimadas fogosas”, productos artesanales donde los haya.
Como en las épocas más primitivas de la civilización, aún antes de inventarse
el hacha de sílex, en el proceso de fabricación de la ensaimada, sobre todo en
la primera parte, no intervenía máquina alguna: la ensaimada, vulgo zurullo
—palabra de etimología incierta pero de uso muy extendido—, era el resultado de
la labor directa del hombre, del niño en este caso.
Sólo podíamos fabricarlas cuando alguno
notaba que necesitaba ir al cuarto de baño para evacuar el vientre. Siempre que
nos avisara con tiempo, nos íbamos a la calle, elegíamos una casa donde viviera
poca gente —así disminuían las posibilidades de que nos pillaran con el culo al
aire— y, después de apostarnos varios para vigilar la calle y aplicar el oído a
la puerta de la casa en cuestión —pues la elaboración del producto debía realizarse
sin interrupción alguna—, el que estaba a punto se bajaba los pantalones y
depositaba la ensaimada en el suelo del zaguán, siempre cerca de la puerta de
la casa. Ahí acababa la parte más artesanal. Luego se limpiaba con el papel
higiénico de la época, de la marca “El Elefante” —un prodigio de diseño,
elegancia y suavidad—, y dejaba la ensaimada cubierta con varios pliegos de
periódicos, normalmente del ABC o de
la Hoja del Lunes, objetos altamente
combustibles y fáciles de conseguir. A veces, el uso de papeles escritos acarreaba
problemas de sincronización, pues yo tenía un amigo que ya sabía leer y se
entretenía echándoles un vistazo:
—Fijaos lo que pone aquí: “Consigna de
Johnson: ganar la guerra de Vietnam en 1967” . ¡Eso es el año que viene!
—Pero qué listo nos ha salido… ¡Venga
hombre, que un día nos van a pillar!
Acto seguido depositaba sobre el
zurullo, o ensaimada, aquel depósito de noticias y prendía fuego a los pliegos;
instantes después, cuando veía que la llama se había consolidado, llamaba con
fuerza a la puerta de la casa. Una vez completada la operación, salíamos
corriendo y nos quedábamos cerca para comprobar el resultado. Al momento,
alguien que casi siempre iba con babuchas de andar por casa, abría la puerta,
gritaba ¡Fuego! ¡Fuego! y apagaba la ensaimada a pisotones. Aquellas hazañas
despertaron en el vecindario un profundo amor hacia nuestras pequeñas personas.
Éramos famosos: nos pedían autógrafos todos los días.
No sé si se debió a esta actividad
nuestra, o al compadreo que estábamos adquiriendo con las mujeres que pedían
fuego a los hombres en la Alameda, o a todo un poco, pero más o menos por
entonces mis padres empezaron a hablar de mudarnos a otro barrio, algo que
realizamos unos meses después. Pero ya hablaremos de eso más adelante.
Otra de nuestras especialidades era
coger las bolas de la mesa de billar y tirarlas desde la terraza, que estaba a
una altura equivalente a un cuarto piso. Las bolas, hechas de un material
durísimo, botaban en los adoquines de la calle y luego seguían una trayectoria
imprevisible de la que no se podía excluir ningún resultado: parabrisas de
coches rotos, ventanas destrozadas, personas hospitalizadas con traumatismos
cráneo-encefálicos… Algunos días, para variar un poco y no convertir nuestros
juegos en algo rutinario, descolgábamos el espejo del cuarto de baño, de cuarenta
por sesenta, y nos íbamos con él a la terraza. Desde allí, ayudados por la luz
del sol, hacíamos señales a los peatones y a los conductores, algunos de los
cuales recibían nuestro saludo con tanta alegría que acababan regalándonos con
inesperadas y variopintas maniobras, las cuales solían tener como resultado el
empotramiento del vehículo en un escaparate o su frenado gracias al apoyo
desinteresado que le ofrecía otro vehículo que estaba aparcado. Curioso, ¿verdad?
¡Desde luego, el carnet de conducir se lo dan a cualquiera, qué barbaridad!
Afortunadamente existían las terrazas y los tejados de las casas vecinas,
lugares por los que podíamos huir y en los que podíamos escondernos para evitar
las muestras de agradecimiento de los conductores, sobre todo de los taxistas.
A mí, desde luego, nunca me ha gustado que me besuquee un extraño… ¡Qué asco!
Justo tres casas más allá de la nuestra
vivía un artista. Era un hombre aún joven que se dedicaba a escribir, a pintar
y a tocar el piano. Al menos, eso decía la gente. Yo sólo sé que aporreaba el
piano de vez en cuando. Vivía solo y tenía una terraza, una gran terraza, que
quedaba dos o tres metros por debajo del tejado de la casa de al lado, tejado
que cumplía varias funciones, pues era una de nuestras vías de escape y uno de
nuestros lugares de reunión y de observación del territorio. En verano, aquel
hombre se pasaba el día en bolingas, así, como su madre lo trajo al mundo,
aunque un poco más crecidito y con más pelo. Durante uno de aquellos veranos interminables
empezó a recibir las visitas de una morena que era para verla: estaba para
mojar en ella, vamos. A ella le gustaba tomar el sol en la terraza. Se tendía
en una de las tumbonas vestida sólo con un bikini y —aquí viene lo mejor— se
quitaba la parte de arriba, dejando a la vista, a nuestra vista, unos pechos
enormes. Nosotros nos quedábamos durante un rato observándola mientras
conteníamos la respiración para no hacer ruido. A Manuel Benítez, un amigo de
Jaime, hubo que llevarlo un día de aquéllos al oculista: se había quedado bizco.
Así, tomando parte en acciones reales y gracias al entrenamiento al que
la sometíamos, Irene, en muy poco tiempo, se convirtió en una más de la banda,
capaz de arriesgar la libertad, y aun la programación infantil —Valentina,
Locomotora y el Capitán Tan—, por cualquiera de sus miembros. El otro día,
precisamente viendo un reportaje sobre las manadas de monos que hacen la vida
imposible a los habitantes de las afueras de ciertas ciudades de la India, me
acordé de nuestra banda, hoy día desaparecida por exigencias del guión de la
vida. Hay que crecer.
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