Capítulo 12+1
Pasaron los meses y los años, aunque a
mí, desde luego, no me lo parecía, pues todo era una sucesión continua de
juegos, risas, atrevimientos y castigos, la mayoría de ellos inmerecidos, todo
hay que decirlo.
La familia siguió creciendo. Nuestros
padres parecían decididos a contribuir de forma considerable al aumento de la
población y nadie puede decir que no lo consiguieran. Resultado: la casa de la
Alameda, aquella donde habíamos pasado los mejores años de nuestra vida, donde
habíamos contribuido a que la infancia pudiera ser considerada como un
colectivo de seres inquietos pero benignos, quedó vacía de muebles una mañana
de julio. Las habitaciones, desnudas y llenas de ecos extraños, resultaban
mucho más pequeñas de lo que siempre nos habían parecido. Sus paredes, llenas
de extrañas manchas cuadradas, parecían el viejo escenario de un teatro
abandonado. Y yo, que ya entonces presentaba una rara propensión a la
melancolía, me paseaba por ellas con los ojos humedecidos, recreando en la
imaginación los sabrosos diálogos y las inocentes peripecias que habían
sucedido en ellas. Jaime, mientras tanto, seguía en el patio, intentando, por
última vez, recuperar el regalo de Juanita Reina pues nunca había perdido la fe
en conseguirlo.
Nuestro padre, desde el asiento del
conductor del coche en marcha, nos gritaba:
—Es la última vez que os llamo. Si no bajáis
ahora mismo, os vais andando hasta el campo del Betis. El último que tire de la
puerta.
Ante una perspectiva como esa, poco
atractiva en un día de verano, salimos a la calle, tiramos de la puerta y nos
montamos en el coche. La familia, seguida de una camioneta que llevaba los
muebles, partía hacia nuevos horizontes.
La casa nueva resultó mucho más bonita
que la anterior, y más grande. Tenía también terraza y varios pisos, y estaba
rodeada por un jardín donde crecían buganvillas, damas de noche y limoneros,
algunos de los cuales parecían centenarios. Y, sobre todo, la casa nueva era
luminosa, alegre, diáfana, de habitaciones donde el sol, tamizado por las ramas
de las plantas, entraba con tonalidades verdes, brillantes y festivas.
Pero nunca nada es totalmente perfecto.
Como nos sobraba casa, y eso a pesar de que la familia no paraba de crecer, se
vino a vivir con nosotros uno de los hermanos de mi padre, nuestro tío Rafael,
que era un hombre soltero, callado y gran amante de la gimnasia. A partir de entonces,
nuestra rutina mañanera cambió bastante. Cuando el sol apenas había empezado su
recorrido diario por los cielos, cuando acababa de amanecer, (para entendernos
y dejarnos de pedanterías), nuestro tío Rafael nos despertaba de forma suave
pero efectiva. No lo hacía mandando a las habitaciones músicos que tocasen en
el arpa melancólicos aires sefardíes, ni tampoco ordenando la presencia en
ellas de bailarinas que girasen en torno a las camas y nos cubriesen de flores
y besos, no: lo hacía poniendo su manaza en nuestro hombro e imprimiéndole un
movimiento de intensidad creciente que lograba despertarnos con la impresión de ser
llamados urgentemente para apagar un
fuego o relevar a algún centinela de un cuartel en zona de guerra.
Uno a uno, en pijama o camisón según el
sexo pero todos legañosos, aturdidos por la violencia del despertar y con las
greñas en perfecto desorden, íbamos apareciendo en la terraza y disponiéndonos
alrededor de nuestro tío. El aire fresco de la mañana, enriquecido
generosamente por la dama de noche, nos daba su particular buenos días. Acto
seguido, cuando conseguía reunir a todos los futuros campeones olímpicos que
éramos entonces, cuando hasta Agustín, siempre indolente y malhumorado ante la
perspectiva de hacer ejercicio físico, había ocupado su lugar, nuestro atlético
tío Rafael comenzaba su tabla de ejercicios. Según he podido descubrir años
después, los tomaba de la obra de cultura deportiva Mi sistema para los niños, escrita por J. P. Müller, ex-teniente de
ingenieros del ejército danés. Publicado en España a comienzos del siglo XX, es
un volumen en octavo mayor ilustrado con numerosas fotografías en las que se
pueden comprobar los suplicios con los que este militar retirado conseguía
tener sometidos a sus hijos. Estos recibían los curiosos nombres de Ib, Per y
Bror, que parecen inspirados en alguna leyenda medieval inundada de sangre y
protagonizada por aquellos guerreros sanguíneos y bestiales que bebían calvados
en los cráneos de los vencidos. Con el ánimo aparente de conseguir que llegaran
a ganarse la vida trabajando de contorsionistas en un circo, se ve a Müller,
por ejemplo, sentado en una silla con un bebe en brazos al que dobla la cintura
en sentido inverso hasta conseguir que toque la nuca con los talones. La
expresión de la cara del niño, que parece darse cuenta del abuso de poder a que
es sometido, denota unas terribles ganas de llorar, algo que con toda seguridad
empezó a hacer poco después de ser tomada la fotografía. Unas pocas líneas
copiadas del prólogo del autor me pueden ayudar a explicarles de qué va el
libro exactamente:
“Durante los siete últimos años,
personas de todo el continente no han cesado de comentar o relatar la muerte
trágica de mis desgraciados hijos. Y aun ahora recibo patéticas cartas de
pésame, porque se supone que Ib ha muerto por exceso de trabajo, y Per de
pulmonía”.
Los moralistas de la literatura,
aficionados a redactar índices de obras prohibidas, debían haber incluido la
del señor Müller en alguno de ellos, haber impedido que fuera impresa o, en su
defecto, haber secuestrado todos los ejemplares antes de que propagasen por
todas partes su peligroso contenido. De esa forma, a nuestro tío Rafael, que
era soltero y sin hijos, no le hubiera dado por someternos diariamente a aquel
suplicio, más propio de un campo de prisioneros de guerra o de una familia de
saltimbanquis que, por supuesto, de nosotros, que preferíamos quedarnos en la
cama hasta las nueve, recrearnos en el desayuno y pasarnos la mañana subidos en
un árbol, oyendo el canto de los pájaros o tumbados en la hierba con una
novelita de Emilio Salgari o de Julio Verne entre las manos.
Nuestros padres, que nos querían mucho, permitían aquella
violación de nuestros derechos de bellos durmientes pensando que era por
nuestro bien. Mens sana in corpore sano
decían, pero ellos permanecían cómodamente sentados mientras nosotros
gastábamos nuestras energías con el único fin de parecer molinos de viento o
enfermos de Parkinson que no pueden controlar el temblor de una pierna.
Entre ejercicio y ejercicio, nuestro
tío, amante sobre todo de la salud pulmonar, decía:
—¡Iiiiinspiración! —y levantaba los
brazos con la aparente intención de colgarse de una barra invisible, estirando
todo el cuerpo y sosteniéndose sólo con las puntas de los pies—
¡eeeeespiración! —y bajaba los brazos, doblaba las rodillas y la cintura hasta
ponerse en cuclillas con los brazos estirados y los puños en contacto con el
suelo.
Nosotros, humildes aprendices de Joaquín
Blume y Nadia Comaneci, intentábamos imitarlo con desigual fortuna. Unos nos
caíamos de espaldas en el primer tiempo, el de la iiiiinspiración, y otros de
bruces en el segundo, el de la eeeeespiración, pero la mayoría, todo hay que
decirlo, realizaba los ejercicios con bastante perfección, la suficiente para
no comprobar la aspereza del suelo más de dos o tres veces por día.
La sesión
gimnástica duraba una media hora y finalizaba con uno de estos ejercicios de
respiración. Al acabarlo, ya más despiertos aunque aún no del todo,
abandonábamos la terraza arrastrando las babuchas, doliéndonos todo el cuerpo y
renegando entre dientes del señor que inventó el deporte. Por supuesto, ninguno
de nosotros ha llegado a campeón olímpico, ni siquiera a subcampeón del barrio.
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