Ahora que estamos reunidos, querido lector, sentados ambos en un
lugar adecuado — donde nadie nos moleste—, he de confesarle que he llegado a
una conclusión: le debo una disculpa. Y como le debo una disculpa se la voy a
dar, aunque, eso sí, siempre que usted esté dispuesto a recibirla y yo esté
dispuesto a dársela, punto este último que creo haber dejado ya claro. Sin
embargo lo dicho, no sé si usted está dispuesto a recibirla pero, por si acaso,
y como le debo una explicación, se la voy a dar.
Se trata de la
autoría de las memorias de Andresito. Algunos de los lectores de dichas
memorias, y espero que usted se cuente entre ellos porque, en caso contrario,
no sé qué hace leyendo esto —más que nada porque no va a saber bien de qué
estamos hablando—, han dado como cosa segura y cierta que el autor de esas
páginas era yo mismo, Víctor Espuny, pero, y aquí empieza a vislumbrarse el
motivo de la explicación que le debo, y que le voy a dar (¡ya se me coló otra
vez Pepe Isbert!), eso no es así. Me explico. Hace unos meses, y a la vieja
usanza, por correo postal, recibí un sobre tamaño A4 que abultaba y pesaba
bastante. En el remite figuraba sólo la palabra “Andresito”. Lo miré al
trasluz, lo sopesé despacio, comprobé que no contenía ningún objeto extraño o
potencialmente peligroso —operación esta última provocada por la sicosis
generada por el envío de cartas bomba— y, por último, cogí el abrecartas
fabricado en Toledo que alguien que me quiere bien me regaló no hace ahora ni
veinte años y lo abrí sin más. El sobre, como ya supondrá el lector, contenía
una treintena larga de páginas encabezadas por una donde se leía: Memorias íntimas de Andresito, un niño
sabihondo. Justo cuando me disponía a comenzar su lectura, llamaron a la
puerta de mi casa, pero no al portero automático sino al timbre de la puerta
misma. Acostumbrado como estoy a estas interrupciones —tengo un vecino aquejado
de hipersociabilidad—, me encaminé hacia la puerta llevando un platito de sal,
otro de harina y otro con unos dientes de ajo, los ingredientes culinarios que
más veces han sido objeto de demanda por los vecinos hipersociales, personas
—dicho sea de paso— tan queridas como otras cualesquiera sino fuera por la
habilidad que poseen para romper la concentración e interrumpir el trabajo de
uno. El caso de este vecino en cuestión raya en lo patológico, porque hace seis
meses que se mudó al 6º D, el piso frontero al mío, y todavía sigue viniendo una
vez a la semana a pedir alguno de estos ingredientes. Abrí la puerta.
—¡Buenas vecino!
—me dijo con su simpatía habitual, que eso no se lo quita nadie—. Venía por un
poquito de sal…
—Aquí tiene —le
dije entregándole también la harina y los dientes de ajo—; y ahora, si me
disculpa…
Cerré la puerta,
quizá con demasiada prisa, y lo observe por la mirilla. Se quedó durante unos
segundos plantado delante de la puerta, miró los tres platitos, sonrió y volvió
a su casa.
Ya solo, y sin
interrupciones previsibles a la vista, me enfrasqué en la lectura de aquellas
páginas. Obviamente no estaban escritas por un Premio Nobel, ni por un Goncourt,
ni un Planeta, ni siquiera por el segundo clasificado en el III Premio de
Narrativa Breve de Villanueva de los Nabos, pero, la verdad, fueron capaces de
mantener mi atención durante la lectura y me hicieron reír un par de veces,
razón esta última de que viese con buenos ojos estos textos de Andresito, pues
debo reconocerle, estimada lectora, que padezco una clara inclinación por los
textos humorísticos. Así pues, y sin encomendarme a Dios ni al Diablo, llevado
por la ridícula ambición que poseen casi todos los escritores aficionados, decidí
publicarlos con mi firma, atrevimiento que, desde hace unos meses, desde que
inicié su publicación, me ha venido costando no pocos sinsabores en forma de
escrúpulo de conciencia, un dolor moral que me ha impedido dormir y comer como
es debido. Como resultado de todo ello, y cuando ya estoy empezando a padecer
claros síntomas de una úlcera de estómago, he decido, por fin, darle a usted esta
explicación, una explicación que le debía y que no podía dejar de darle porque
se la debo, no por otra razón.
Además, la cosa no
queda aquí. Hay algo más: la inconstancia de Andresito. En un papelito de menor
tamaño que acompañaba las páginas pertenecientes al relato, leí un texto
manuscrito —de letra clara, fácilmente legible— en el que Andresito aseguraba
hallarse en el proceso de redacción de otros capítulos, textos que me iría
mandando puntualmente todos los meses. He aquí, sin embargo, que después de
varios meses sin tener noticias suyas, lo único que me ha mandado es una postal.
Llegó está mañana, 5 de agosto. El anverso es la siguiente fotografía
y el reverso una serie de observaciones sobre lo bien que le van
las cosas, lo a gusto que está en la Costa Brava y las pocas ganas que tiene de
ponerse a trabajar. ¡En fin…!
Así pues, y tal
como están las cosas, no puedo garantizarle que la serie de textos de
Andresito vaya a tener continuidad. Esperemos que sí. En cuanto al tema de la
autoría, y dado que el verdadero autor no se ha quejado lo más mínimo, en caso
de que vuelva a mandarme capítulos de sus memorias pienso seguir publicándolos
tal y como venía haciéndolo hasta ahora. Me temo que Andresito se encuentra tan
instalado en la ociosidad vacacional, tan ocupado, quizá, en leer novelitas de
Corín Tellado y en preparar paellas, que ha optado por mandar sus textos para
que alguien los publique porque él no encuentra el momento de hacerlo,
pobrecito, tan ocupado como parece estar, y prefiere que otro se ocupe de esa
tarea aunque sea a cambio de perder su autoría.
Cruzo los dedos
para que después de haber leído estas líneas, si es que lo hace —espero que sí,
aunque no me consta que conozca este blog—, Andresito considere oportuno y
conveniente seguir mandándonos sus textos. Más que nada por usted, lector. Por
mi parte, ya he cumplido con lo que consideraba una obligación ética. Ahora
espero volver a dormir y a comer con normalidad, a ver si así recupero todos
los kilos que he perdido durante estos meses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario