A mi abuelo
Juan.
Entre
los pintores que integraban el grupo malagueño de últimos del XIX, aquel en el
que se contaban artistas de la valía de un José Ruiz y Blasco —padre de Picasso—
o un Juan Rodríguez Robles —incansable
perseguidor de la luz mediterránea—, se encontraba Rafael Sánchez Ortega. De forma
contraria a los otros, hasta ahora no había pasado con letras mayúsculas a la Historia
del Arte, algo muy lamentable para todos los aficionados a la pintura, como
luego veremos. Las razones de la pérdida de la memoria de su obra y, por lo
tanto, de su nombre, deben ser varias. La primera podría estar en su
personalidad. Poseía un rasgo que puede considerarse excepcional en el mundo de
los artistas: la humildad. Según se desprende del contenido de las cartas de
aquellas personas que lo trataron más íntimamente —sobre todos, su mujer y sus
dos hijas—, nadie le oyó decir nunca que su obra fuese valiosa; muy al
contrario, tenían que animarlo para que siguiese trabajando, pues, ante la
indiferencia o la aversión que provocaban sus cuadros, él solía venirse abajo,
tirar los pinceles y jurar que no volvería a pintar en su vida. Muy al
contrario de personas como Salvador Dalí, que incluso decía ser descendiente de
los dioses —resulta difícil oír una necedad mayor—, la vanidad no se encontraba
entre sus defectos. Además, siempre le importó un comino el mercado del arte:
el era un artista puro, de los que viven únicamente para su obra sin tener en
cuenta cuáles son las tendencias mercantiles, de qué tipo de obras hay más
demanda, qué se vende más en definitiva.
La
principal característica de la obra de Sánchez Ortega, la que propició la
incomprensión de sus contemporáneos, fue su temática obsesiva, única: la
montaña donde se levantan las ruinas de la Alcazaba y el Castillo de Gibralfaro
vista desde el puerto. En el catálogo de sus obras, publicado en 2009 por el
valenciano Pedro Ganivet Espriú, pintor mediocre y excelente crítico de arte,
figuran 832 cuadros, 828 de los cuales recogen dicha montaña; los cuatro
restantes son los retratos de su mujer y de sus dos hijas y una vista nocturna
de una calle del barrio del Perchel.
En
cuanto a su lenguaje pictórico, resulta de una continuidad realmente
extraordinaria. Al contrario de lo que cabe esperar de cualquier creador, sus
obras no pueden clasificarse por periodos: todas sin excepción son
impresionistas, de ahí quizá su obsesión por plasmar la apariencia de ese
paisaje que tanto le gustaba en cualquier momento del día. Consciente como era
de la imposibilidad de captar un único momento de lo que veían sus ojos, pues
en el tiempo que le llevaba pintar el cuadro en cuestión la luz cambiaba —no
paraba de hacerlo—, se empeñó en conseguir la luz y la apariencia del instante,
de un modo parecido a como lo intentan —y de hecho, lo consiguen más fácilmente—,
los fotógrafos. De ahí el número de cuadros que pintó sobre el mismo tema,
aunque, como podemos leer en uno de sus diarios, —anotados y editados por
Ganivet Espriú junto con otros textos bajo el título Sánchez Ortega: un
impresionista "avant la lettre" (Ayuntamiento de Málaga, 1990)—,
a él le pareció siempre insuficiente:
"Hoy he estado calculando el número de cuadros que tendría que pintar para conseguir captar la apariencia aproximada de la montaña de mi corazón: 86.400. Creo que me voy quedar muy corto. No me daría tiempo a hacerlo aunque viviera trescientos años". (Pág. 81).
No se
equivocaba. La empresa que se había propuesto era colosal, estaba muy por
encima de las posibilidades de cualquier persona, y aun de un equipo de
pintores. Los títulos de los cuadros nos pueden dar una idea de la complejidad
de su objetivo. Por ejemplo: Montaña de mi corazón. 9 de abril de 1899. 5
horas, 33 minutos, 15 segundos. Luna llena. Cielo despejado. O también: Montaña
de mi corazón. 23 de octubre de 1901. 16 horas, 57 minutos, 3 segundos. Nubes
bajas y plomizas.
Afortunadamente,
nos han llegado testimonios de algunos de los contemporáneos suyos que lo
vieron trabajar. Suelen ser observaciones dictadas por la sorpresa, la
admiración y, muy a menudo, la incomprensión:
"Este Sánchez Ortega del que te hablé en mi carta anterior es un pintor de lo más extravagante. Para mí que se ha propuesto lograr algo imposible: captar la apariencia de las cosas segundo a segundo. Siempre coloca el caballete en el mismo sitio, un punto concreto del muelle que hay junto a la Plaza de la Marina, a menos de un metro del mar, justo al lado de la proa de los grandes barcos. Como lleva tantos años haciéndolo y demuestra ser una persona tan callada y tenaz, todos respetan su lugar, que procuran dejar libre las veinticuatro horas del día, pues resulta impredecible el momento en el que va a aparecer, va a plantar su caballete y se va a poner a pintar a la velocidad del rayo."
(Carta de Antonio Recio Alcoba a Juan Rodríguez Jurado. 6 de mayo de 1909. Editada por Ganivet Espriú en Op. Cit, pág. 183)
Me
consta, por los testimonios que recoge Ganivet en su libro, que, al final de su
vida, Sánchez Ortega había conseguido una técnica tan depurada que sólo con
tres pinceladas sueltas y definitivas conseguía captar la apariencia del
instante. En mi opinión, y en la de los pocos aficionados al arte que hasta
ahora lo conocían, era un genio. De otra forma no podría entenderse que sus
primeros cuadros, pintados en 1870, fueran ya claramente impresionistas. Si
tenemos en cuenta que jamás salió de Málaga y que la primera exposición
colectiva que realizaron en París Monet, Pissarro, Renoir, Sisley y Morisot,
aquella en la que Monet presentó la obra que serviría para denominar la nueva
corriente —Impresión: amanecer—, fue en 1874, no podemos dudar ni un
momento de que nos hallamos ante uno de los grandes descubridores de la pintura
de todos los tiempos. Por otra parte, exceptuando a Ganivet Espriú, hasta ahora
nadie había hecho hincapié en la influencia que ejerció sobre Pablo Ruiz
Picasso de niño, que lo conoció e incluso lo acompañaba a menudo a pintar al
muelle, amistad que se truncó con el traslado de la familia de Picasso a La Coruña
en 1891.
Por
todas esta razones, creo que ya va siendo hora de que empecemos a recuperar a
su obra del olvido, a reconocer sus indudables méritos y a colocar a Sánchez Ortega
en el lugar que le corresponde, al mismo nivel de los grandes revolucionarios
de las artes plásticas de finales del XIX y principios del XX.
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