miércoles, 9 de mayo de 2018

«Llamadme Alejandra», de Espido Freire




Alejandra y el heredero en 1913

María Laura Espido Freire, Llamadme Alejandra, Barcelona, 2017.

            Hace cosa de medio año una persona muy generosa que no conoce mis gustos literarios me regaló unas cuantas novelas. Ilusionado, me precipité sobre ellas y descubrí con horror que todas eran súper ventas. Le di las gracias, por supuesto disimulando mi decepción. La de virguerías que hubiera hecho si me hubiera dado un «vale por X euros en libros en la librería X»: hubiera comprado libros de mi gusto, y no estos, pensé. Cuando me quedé solo las miré entristecido, las sopesé. Tenían pastas duras. Alguna pesaba quizá un kilo. O dos. Qué mala suerte, pensé, y dejé los libros sin abrir en un rincón de la librería.
Los meses pasaron. Una tarde, desanimado por llevar leídas varias novelas que no me habían llenado, soñé con la posibilidad de que alguna de estas fuera de mi agrado. Me atreví con una, Patria. Descubrí que trata de asuntos muy desagradables ocurridos en el País Vasco y alrededores durante varias décadas, sucesos que siguen muy de actualidad. Me di cuenta de que está organizada en más de ciento veinte capítulos, todos de tiempo de lectura calculada al milímetro, entre seis y siete minutos, como pensados para habitantes de grandes ciudades, que suelen aprovechar para leer los trayectos en metro. Comencé a leerlo. Encontré cosas chocantes. Otras atractivas. Finalmente, después de unos capítulos muy intensos, el ritmo de la novela decayó y el argumento se volvió muy previsible. El autor parecía llenar páginas por rellenarlas, como queriendo abultar su número solo por el gusto de hacerlo. La abandoné. No me gustaba.
Miré las demás. Había una que se llamaba Llamadme Alejandra. Con esta sí he disfrutado.
Llamadme Alejandra es el relato en primera persona de la vida de Alejandra Feodorovna, última zarina de Rusia, nacida Victoria Alicia Elena Luisa Beatriz de Hesse-Darmstadt, en la actual Alemania. Comienza en los momentos previos a su asesinato, y al de toda su familia, cuando sus hijas le piden que les cuente cómo ha sido su vida y ella comienza a hacerlo sin saber lo que les espera. Alejandra empieza a contarla desde su nacimiento, siempre desde su punto de vista. Se mantiene su punto de vista narrativo hasta aproximadamente tres cuartas partes de la novela, cuando aparecen los de las hijas y los de otros personajes, incluidos Rasputín y funcionarios del nuevo estado que se estaba gestando. Desde el aislamiento en la que se encuentra —Alejandra nunca se adaptó a la corte rusa ni le gustaron los Romanov—, vive los acontecimientos como lo hubiera hecho una madre cualquiera, pendiente sobre todo de la salud y el destino de los suyos. Eso precisamente es lo que vuelve atractivo un relato ya tan conocido. El punto de vista narrativo es el de una señora que ama profundamente el pueblo que le ha tocado gobernar pero prefiere vivir alejada del bullicio y no quiere saber de otra cosa que no sea el bienestar de las personas que más le importan. Entre ellas hay que incluir a los sirvientes de la familia.    
Se trata de una autobiografía ficticia pero muy cercana a la realidad. El planteamiento narrativo de la novela resulta modélico para otras muchas que pueden seguirle. La autora se enfrenta con solvencia a uno de los grandes problemas de esta vida: el de la interpretación sesgada e interesada de los comportamientos ajenos. La persona que me la regaló no iba tan desencaminada.
Ojalá sirva su lectura para impedir que vuelvan a ocurrir atrocidades como el asesinato a sangre fría de esta familia, aunque me temo que cosas así siguen ocurriendo a diario y no las conocemos. Finalmente, la temática de las dos novelas, la iniciada y abandonada y la concluida, eran la misma: el amor, el odio y la violencia. 

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