Siempre
han estado ahí. Desde el principio de las sociedades humanas han tenido un
cometido importante, por lo general asociado a creencias religiosas y
sobrenaturales. Son las imágenes, las recreaciones visuales de la realidad. Todos conocemos cómo han sido su evolución
desde las pinturas rupestres hasta la época actual y su empleo didáctico. Han servido para enseñar y manipular las conciencias
y los comportamientos. Desde las
pinturas murales de las cámaras funerarias egipcias hasta la invención del
cine, pasando por la exuberante decoración de los templos contrarreformistas,
la imagen ha poseído un poder inmenso. Charles Chaplin, por ejemplo,
ideó un personaje cuya imagen facial, muy popular, sirvió de modelo a uno de
los mayores y más poderosos dementes de la historia de la humanidad. Desde entonces uno se lo piensa mucho antes de dejarse un
bigote como aquel.
En principio, y gracias a un tipo de
cine y de exposiciones de arte, mi convivencia con las imágenes ha sido
soportable. Recuerdo las emociones vividas viendo películas como Las aventuras de Jeremiah Johnson, Barry Lyndon, Ojos negros y otras semejantes, casi todas adaptaciones de obras
literarias. O las visitas a museos y exposiciones donde, de buenas a primeras, me he encontrado ante una
pintura, o cualquier otra obra plástica, cuya contemplación ha despertado algo en
mi interior que no conocía, que no sabía ni que existía. Nunca olvidaré la
primera vez que me hallé junto a El
profeta de Pablo Gargallo, en el interesantísimo Museo de Bellas Artes de
Bilbao. Aún siento las emociones que me transmitió la escultura, con su
llamada, un grito de coloso, a la corrección de ciertos caminos ominosos que
lleva nuestra cultura. Y así podría hablar de otras muchas imágenes, planas o
tridimensionales, quietas o en movimiento, que me han impactado de manera
positiva. Pero no es de esas de las que quiero hablarles. Esas son proyecciones
o contemplaciones que he buscado conscientemente. He ido a un cine, o a un
museo, o he buscado una película para verla en mi casa. Me refiero a todas esas
imágenes que no quiero, que no queremos —me imagino que mi caso no es único—, y
nos asaltan cada vez que entramos en Internet, sobre todo en la prensa digital.
Es la publicidad, un negocio muy poderoso, creador de los necesarios puestos de
trabajo y sostén económico de la prensa digital, pero un incordio. Y la cosa cada vez va a peor. Alguno me dirá que
siempre ha sido así, que ya existía, y existe, la publicidad en la prensa
escrita. Es cierto. Cuando uno lee ejemplares de periódicos del siglo XIX y
parte del XX, impresos en renglones apretadísimos con una letra casi ilegible
por pequeña, encuentra anuncios. Pero son anuncios enmarcados colocados en un lugar concreto de la página.
Al pasar una página, el lector los sitúa con el rabillo del ojo y, si quiere, los ignora. Pero en los
periódicos digitales es imposible. Continuamente se abren anuncios con imágenes
en movimiento que atraen tu atención aunque no lo desees, porque nuestra mente
está programada de esa manera. Los publicistas y los creadores de esas páginas
conocen a la perfección, me imagino, lo que se puede saber de nuestros
mecanismos mentales y actúan en consecuencia, creando los anuncios más
atractivos posibles. De esa manera, cuando uno entra en un periódico, sobre
todos los más leídos, encuentra por todos lados publicidad que reclama nuestra
atención de forma cada vez más perversa. Cuando piensan
que nuestra mente ya está hecha a un tipo de impresiones las cambian, creando asociaciones nuevas y sorprendentes. Y no digamos los más importantes portales de lo que los norteamericanos llaman entretenimiento (entertainment). Además, por favor, no sigamos confundiendo entretenimiento con arte y cultura. Los artistas y los intelectuales son mucho más que creadores de pasatiempos, ya sean películas comerciales o videojuegos. Existe una gran industria que está pervirtiendo los usos culturales, dejando la palabra escrita, motor y componente de ideas y pensamientos, postergada, oculta, olvidada, como si fuera un anacronismo, algo ya superado. Para qué leer nada si puedo aprender lo mismo viendo un vídeo de youtube. ¿Verdad?
Todo, absolutamente todo, es válido para no dejarnos pensar en libertad.
La lectura pura y elegida libremente se ha perdido. Nuestra cultura cada vez es
más visual, y a una velocidad sorprendente. No hay más que ver cómo eras las
cubiertas de los libros hace unas décadas y cómo son ahora. Valga por ejemplo
la de este ejemplar de la L’assassin, novela de Georges Simenon.
La
edición lleva fecha de 1960. Desde entonces han pasado cincuenta y siete años,
un lapso de tiempo inapreciable en la historia de la humanidad. Hoy día una
cubierta como esta en el escaparate de una librería o en cualquier página de
Internet resulta inimaginable, pasaría totalmente desapercibida. Dentro de poco
a lo peor asistimos a la creación de cubiertas animadas, de forma que la contemplación
de los escaparates de las librerías, locales a los que me apego como a los últimos lugares reales de encuentro, serán espacios mareantes.
El
derecho al pataleo no me lo quita nadie. Parece que si uno quiere poder vivir
con cierta libertad de pensamiento, y con una adecuada concentración en lo que
hace, va a tener que dejar de navegar por Internet y volver a ver y a tratar personas de carne y hueso. A ver quién lo consigue.
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