FLAUBERT,
Gustave, Diccionario de lugares comunes,
Madrid, Edaf, 2005; 125 págs (60 del prólogo). Prólogo de Pedro Provencio.
Traducción de Tomás Onaindia.
Después de haber leído obras en
cierto sentido equiparables, como el Diccionario
del diablo del atractivo y ácido Ambrose Bierce, y, aunque fuese hace
décadas, las grandes novelas de Gustave Flaubert (1821-1880), esperaba más de
este Diccionario de lugares comunes
o, mejor, de ideas recibidas o heredadas, si tenemos presente le título con el
que se publicó por primera vez: Dictionnaire
des idées reçues. Según puede leerse en el prólogo de Provencio, este
diccionario fue un proyecto que Flaubert mantuvo durante treinta años pero que,
finalmente, no pudo llevar a cabo. Lo que ha llegado hasta nosotros son fichas
de las entradas del diccionario pero apenas esbozadas, sin desarrollo. La idea
general de la obra era intentar que reflexionáramos sobre la cantidad de ideas
que recibimos de nuestros mayores, o de la sociedad donde vivimos, y, muy a menudo,
aceptamos sin cuestionamiento alguno. Esa adopción sin mayores problemas de lo
que se nos viene dado es uno de los pilares en lo que se apoya el poder
constituido y, por tanto, esas ideas recibidas resultan una especie de sostén
del poder. En palabras de Provencio:
«La comodidad con la que se hace o se dice algo porque se dice o se hace así no hace más que consolidar el estado de cosas recibido e impuesto desde el pasado para que al inmovilizarse el pensamiento no corra peligro el beneficio material acumulado y, en definitiva, el poder». (Pág. 25).
Desde ese punto de vista, esta obra
de Flaubert sería realmente revolucionaria y, desde luego, improductiva, pues
basta leer muchas de las entradas para ver que, después de más de un siglo,
todo sigue igual. Puede que haya servido para que reflexionen algunas personas,
los lectores, pero, siendo realistas, a ver cuántas personas leen libros, y
menos libros como este. Esa minoría que se acerca a las obras de los grandes
pensadores y tiene la capacidad de pensar por sí misma, que no es víctima del
pensamiento único ni teledirigido, existe, es cierto, pero no deja de ser eso,
una minoría, y a menudo muy poco o nada influyente. El mundo, y la opinión más
influyente, siempre serán de los mediocres.
A continuación, algunas de las
entradas que más me han llamado la atención:
CALOR. Siempre insoportable.
CAMELLO. Tiene dos jorobas y el dromedario una sola. ¿O es el dromedario el que tiene dos jorobas y el camello una? Se pierde uno.
CAMPO. La gente del campo, mejor que la de las ciudades.
CLÁSICOS, LOS. Se da por supuesto que los hemos leído.
COLCHÓN. Mientras más duro, más saludable.
CONVERSACIÓN. Nunca hablar de política ni de religión.
CUEVAS. Domicilio habitual de los ladrones.
DEBERES. Algo que los demás tienen para con uno, pero que uno no tiene para con los demás.
DICCIONARIO DE RIMAS. ¿Utilizarlo? ¡Qué vergüenza!
DOLOR. Siempre tiene un lado positivo.
ÉPOCA, la nuestra. Denostarla. Quejarse de su falta de poesía.
—. Referirse a ella como época de transición, de decadencia.
ESTORNUDO. Después de decir «Jesús», entablar una discusión sobre el origen de esta costumbre.
FALSIFICADORES. Trabajan siempre en los sótanos.
FRENTE, LA. Ancha y despejada, señal de genio.
FRÍO. Más sano que el calor.
GIMNASIA. Nunca se hace la suficiente.
IMBÉCILES. Los que no piensan como tú.
JÓVENES. Siempre burlones. ¡Deben serlo! Extrañarse cuando no es el caso.
LITERATURA. Ocupación de ociosos.
POETA. Sinónimo de soñador y de lelo.
PRÁCTICA. Superior a la teoría.
SUICIDIO. Prueba de cobardía.
VIEJOS. Hablando de una inundación, de una tormenta, etc., los más viejos del lugar nunca recuerdan nada parecido.
Me voy, que me espera La muerte de los héroes.
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