viernes, 11 de enero de 2019

Lolita, de Vladimir Nabokov


Vladimir Nabokov y Véra en 1968.
(Fotografía de Philippe Halsman)

Vladimir Nabokov, Lolita, Barcelona, Anagrama, 2018 (1ª ed. 1986, aunque con otra traducción). Traducción de Francesc Roca (Lolita, París, Olympia Press, 1955).

         La recepción de Lolita ha estado distorsionada desde el principio. En sus primeros años de vida fue rechazada por inmoral en las distintas editoriales norteamericanas a las que llegó el manuscrito y, finalmente, fue publicada por una editorial francesa especializada en erotismo y pornografía. Estas circunstancias, consecuencias de una lectura a la ligera o incompleta de la obra, han conseguido que todos los que aún no la han leído la consideren exactamente así, inmoral, desagradable, obscena, y prefieran evitarla. Yo, que llevado por la curiosidad o fruto de la casualidad, leí o visioné en su momento libros y películas francamente desagradables o abiertamente pornográficos, como Justine o los infortunios de la virtud o Saló, o los 120 días de Sodoma —ficciones en las que no creo que vuelva a adentrarme por mucho que evolucione—, guardaba prejuicios hacia la famosa obra de Nabokov. Pensaba que era algo así como una apología de la pederastia, y eso me repelía. Sin embargo, dada mi apetencia de conocimientos y experiencias literarias, no podía dejar de leerla. Había algo que me obligaba a ello. Afortunadamente, soy libre de leer lo que quiera.
         Lolita, o Las confesiones de un viudo de raza blanca —título este último sugerido como probable por el autor ficticio del texto—, necesita, eso sí, un lector maduro. Una persona que aún no se conozca ese mínimo necesario para ser medianamente feliz, debe evitarla, al menos por el momento. Debe dejarla para cuando sus ideas se hayan enriquecido lo suficiente y pueda  entenderla. Es cierto que la primera parte de la obra, la más celebre, aquella en la que el protagonista llega a la casa donde pueden alquilarle una habitación en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra, esa donde nace el arquetipo erótico de las lolitas, contiene escenas eróticas muy sugerentes, excitantes hasta para un lector carente de tendencias pederastas, precisamente porque, aunque Lolita, Lo, Dolores Haze, tiene en ese momento doce años, nunca se la imagina uno como una niña, precisamente por su procacidad. Lolita, desde su primera aparición, parece, es, una seductora, poseedora de unas intenciones totalmente ajenas a la edad infantil.
         La acción de la novela se desarrolla en los Estados Unidos durante los últimos años de la década de los cuarenta y los primeros de la década de los cincuenta del siglo XX, exactamente entre los doce y los diecisiete años de Lolita. El narrador-protagonista es presentado en el prólogo como el autor de un texto escrito como confesión del asesinato que ha cometido. El lector, pues, sabe desde el primer momento que se va a cometer un asesinato, pero hasta las últimas páginas, tiene casi cuatrocientas, no sabe quién es la víctima. Por esta razón, unida a una acción realmente imaginativa y a la construcción genial de personajes—tanto Charlotte, la madre de Lolita, como Lolita y el protagonista, que dice llamarse Humbert Humbert, son tan reales como usted y como yo—, el lector devora la novela, muy entretenida y, aunque alguno no pueda imaginarlo, profunda. Quizá el mayor acierto de la obra sea la construcción de la personalidad de Humbert. Este, obviamente, es un pervertido. Solo encuentra verdadera excitación sexual en la contemplación de niñas pubescentes, a las que llama «nínfulas». En este sentido es un verdadero depredador sexual, pero solo con la imaginación. Es Lolita, con su atrevimiento, la que desencadena las acciones de Humbert. Un golpe del destino propiciará que ambos queden solos y puedan entregarse al amor, digamos, adulto. Y es ahí, cuando Humbert está entregado de por vida a Lolita, cuando es su cautivo, donde aparece su faceta realmente atractiva, la de siervo adorador, la de hombre profundamente enamorado. Tanto es así que uno, que en un principio podía verlo como un sujeto malvado, dañino para Lolita, una niña --y, por lo tanto, teóricamente indefensa--, acaba compadeciéndolo.
         La novela es también una narración de itinerancia, de camino. Durante dos épocas de su relación, los protagonistas se mueven incesantemente por los Estados Unidos, siempre en coche, deteniéndose para dormir en todo tipo de albergues, moteles, hoteles y residencias, ofreciendo con ello al lector una atractiva muestra de la vida del americano medio de la época. Según Nabokov, que da abundantes pistas de la construcción de la novela en un epílogo, esta itinerancia está basada en los viajes que realizaba con Véra, su mujer, mientras escribía la novela. El gran atractivo de los novelistas, al menos para mí, es la capacidad que tienen de imaginar, crear, dar vida, a personajes ajenos a ellos y totalmente verosímiles. Esa habilidad, esa rara facultad de desdoblarse en un individuo nuevo —a veces generoso, a veces bestial, pero siempre humano—, es la que dota a Humbert Humbert del atractivo del que les hablaba antes.
         Quiero destacar también las abundantes referencias literarias que contiene la novela. Estas están propiciadas por la condición de hombre de letras del protagonista, profesor de francés. El texto está salpicado de alusiones más o menos veladas a obras de James M. Barrie, Lewis Carroll, Gustave Flaubert, James Joyce, François-René de Chateaubriand, Pierre de Ronsard, Charles Maturin, Goethe, Turgueniev y otros muchos, lo que da idea del profundo conocimiento de la literatura europea que tenía Nabokov, un autor que vivió toda su madurez escindido entre dos mundos. Como declara en el epílogo de Lolita, «mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que tuve que abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente dócil lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos —el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y tradiciones implícitas— que el ilusionista nativo, mientras agita los faldones de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia que ha recibido». Nada se puede añadir.  


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