(Imagen de secretolivo.com)
Emilio González Ferrín, Cuando fuimos árabes, Córdoba, Almuzara, 2017.
Se trata de un ensayo que
reivindica la importancia de la cultura de Al-Ándalus en el ser español y europeo. El autor viene «a proponer, como cambio de paradigma, que
dejemos de comprender el Islam como la suma de religión, cultura y sociedades
contemporáneas, y pasemos a estudiar estas tres cosas por separado» (pág. 326).
A lo largo de sus más de trescientas páginas, la mayoría muy amenas y otras un
poco densas para un lector medio, como es el caso, González Ferrín, islamólogo,
insiste una y otra vez en el error que cometemos al no separar religión y
cultura, y al dejar que los actos terroristas de nuestro tiempo, perpetrados
por individuos desquiciados, nos cieguen y nos impidan apreciar de forma
ecuánime una sociedad que vivió durante siglos en armonía y fue capaz de
conservar y transmitir la cultura clásica a Europa, además de crear una propia
y muy original. Estas ideas, que ya habíamos oído otras veces, aparecen
consolidadas por la creencia en la importancia de la cultura andalusí en la
génesis del Renacimiento. La llegada a Al-Ándalus desde África a partir del
siglo XI de los invasores bereberes, esos sí guerreros fanatizados, ejerció
presión sobre ciertos intelectuales judíos dedicados a la traducción que prefirieron
cambiar de aires para trabajar en Toledo en tiempos del Rey Sabio o emigrar al
sur de Francia o a Nápoles, donde siguieron con la labor de difusión de la
sabiduría andalusí. González Ferrín menciona a personajes muy conocidos, como
Averroes o el judío Maimónides, y a otros que no lo son tanto pero tuvieron una
importancia capital. Tal es el caso del granadino Abentofáil (1105-1185), novelista,
autor de una obra de ficción en lengua árabe que relata la vida de un niño que
crece solo en un lugar apartado, rodeado solo por animales y vegetación —lo
cría una gacela—, claro precedente de obras de ficción «occidentales» muy conocidas,
como Robinsón Crusoe, Tarzán o El libro de la selva. En su versión original, la novela se titulaba
Hayy Ben Yaqzán, el nombre del
protagonista, pero a Europa pasó como Philosophus
Autodidactus. Sería traducida a «todas la lenguas de Europa antes que al castellano» (pág. 284), quizá por esa prevención
oficial hacia todo los islámico que ha existido en España desde finales del
siglo XVI, donde la pureza de sangre y los cuatro costados labraban carreras
profesionales.
Cuando
éramos árabes nos hace pensar, replantearnos cosas
importantes. Hasta que la técnica de análisis de ADN ha permitido modificar la cuestión, se pensaba
que todos los enterramientos localizados en la Península Ibérica realizados a
la manera musulmana, con el cadáver colocado sobre su costado derecho, tenían
que ser posteriores al año 711 y que existía así una manera clara de
identificar la procedencia geográfica de los fallecidos. Las pruebas de ADN
confirman que los difuntos enterrados de esa manera realmente procedían del
norte de África, pero que también procedían de allí muchos de los enterrados
boca arriba, a la manera cristiana, los cuales, en algunos casos, eran incluso
parientes cercanos de los anteriores. ¿Cómo se pude explicar esto? Por
el paso de personas de un continente a otro que ha existido al menos
desde época romana (pág. 207), desde mucho antes de 711, esa fecha inaugural marcada
en los libros de historia. Cualquiera que reflexione sobre la cercanía de las
dos costas y el fenómeno actual de las pateras puede entenderlo. El colapso de
la monarquía visigoda permitió que, de una manera lenta, a lo largo de muchas
generaciones, la Península se arabizara y se islamizara gracias a las
tendencias culturales y religiosas que llegaban desde África. Aún a mediados
del siglo IX en Córdoba se usaban en documentos oficiales las palabras Rex Hispaniae para referirse a quien
luego llamaríamos Emir de Al-Ándalus. Fue un proceso lento por el que culturas coexistentes
acabaron fusionándose en una única e irrepetible, cuyas realizaciones
materiales aún son foco de atención de viajeros y estudiosos de todo el mundo.
El libro, desde luego, es atractivo.
Y lo es también por toda una primera parte en las que González Ferrín nos
cuenta asuntos interesantes de su vida: cómo descubrió su vocación, cómo fueron
sus inicios como investigador, la manera en la que investigó en Túnez, en
Egipto, o iluminadoras anécdotas sobre su trabajo de traductor en la Expo del
92 en Sevilla. Me han resultado de especial interés menciones y comentarios
sobre Rafael Valencia y Rafael Cano Aguilar, antiguos profesores míos. Con el
segundo, además, me unen los lazos del terruño.
González Ferrín nos recuerda
en este magnífico libro que «la historia no es lo que ocurrió, sino lo que
después escribimos que ocurrió». Son sus palabras. Seamos cuidadosos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario