ALDECOA,
Ignacio, Cuentos, Madrid, Cátedra, 1995.
Ignacio Aldecoa Isasi (Vitoria,
1925-Madrid, 1969) es un autor inolvidable por la energía de sus creaciones, de sus personajes y sus historias. Hombre muy vital, y narrador por obligación --de los que necesitan dar forma y salida a su mundo interior--, parece que su situación económica le permitió
vivir entregado a la literatura y poder prescindir de las instituciones literarias
oficiales, donde suelen instalarse personas que necesitan vivir de la cultura. Esta
circunstancia, unida a su muerte temprana, es la causa del relativo
desconocimiento de su obra. Nada que ver con otros autores de la época más conocidos, muchos de ellos personas caracterizadas por sus inclinaciones
arribistas. Sobre el particular, véase El
cura y los mandarines, de Gregorio Morán (Madrid, Akal, 2014), obra que contiene un relato muy
crítico del devenir de la cultura oficial española durante
la segunda mitad del siglo XX.
Ignacio Aldecoa se entregó a la literatura para huir de una
vida demasiado aburrida por provinciana o demasiado cruel por conocida. Sus
cuentos, de los que este libro ofrece una muestra escogida por Josefina
Rodríguez de Aldecoa (1926-2011), su viuda —escritora también de mérito—, son
un prodigio de elaboración lingüística —Ignacio decía que el estilo es «un anhelo de
precisión verbal»— y un luminoso producto del amor que el autor sentía por las
personas, así, en general, pero sobre todo por las desvalidas y por las que
están fuera del sistema. Su marco cronológico es amplio. Abarca desde 1951
hasta 1970 (un cuento publicado de forma póstuma). En ellos encontramos desde
cuadrillas de segadores que iban por los calmos castellanos ajustándose para
segar a mano —Seguir de pobres (1953)—,
hasta jóvenes beatniks que vivían en
la Ibiza de los años 60 —Ave del Paraíso
(1965)—. Entre los relatos se encuentra el célebre Aldecoa se burla (1955), un recuerdo de infancia en el que el
lector asiste a la forja de un carácter, o los tiernos Chico de Madrid (1950) o Los bienaventurados (1951). Este último contiene un curioso texto en
defensa de la vida libre. Es una paráfrasis de las bienaventuranzas. He aquí un
fragmento:
«Bienaventurados los vagos, porque sólo son egoístas de sombra o del sol según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto».
En fin, un autor, Ignacio Aldecoa, al que todos debíamos leer
al menos una vez en la vida. La historia de la literatura española de la
segunda mitad del siglo XX hubiera sido muy distinta si él y Luis Martín-Santos,
los dos narradores más brillantes, no hubieran fallecido con apenas cuarenta años de edad.
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