GÓGOL,
Nikolái V., Las almas muertas,
Barcelona, Seix Barral, 1971; 449 págs. (Мёртвые души, 1842). Traducción de
María Ángeles Hernández.
Se trata de la célebre novela de
Gógol (1809-1852). La he leído en una edición un poco antigua y en un ejemplar
tan deteriorado que, si pudiera hablar, a saber qué historias nos contaba, los viajes que ha hecho, las
manos por las que ha pasado hasta llegar a las mías.
El doctor Alfredo Hermosillo López ha
dedicada años de estudio, incontables lecturas, a la recepción y las
traducciones de Almas muertas al
español —Hermosillo menciona el título sin artículo, seguramente con más propiedad—, así que
remito a sus obras a los interesados en las dificultades de traducción de esta
novela.
Se trata de las andanzas de un
vividor llamado Pavel Ivanovich Chichikov por la Rusia rural de la primera mitad
del XIX. Apoyado en modales aristocráticos y un vestuario a la moda de San
Petersburgo, intenta seducir a los propietarios de fincas, y, por lo tanto,
también de aldeas y de sus ocupantes —almas—, para que le cedan la propiedad
de los fallecidos, siervos que ya no producen y son una carga para el propietario,
obligado a seguir pagando impuestos por los muertos debido a la falta de
actualización de los censos. La visión
del sistema social ruso no puede ser menos complaciente.
Apoyándose en una premisa fantástica
—el interés por la posesión de siervos muertos—, el autor crea una especie de
novela de camino en la que asistimos a las aventuras que Chichikov corre
moviéndose por los interminables campos rusos, de horizontes infinitos, de una
propiedad a otra, intentando convencer a sus dueños de lo conveniente que sería
para ellos deshacerse de sus almas muertas. Y esto siempre en compañía de un
cochero borracho y despistado.
La visión de Gógol de la sociedad rusa es muy crítica. Los
mujiks aparecen como víctimas de un sistema social terriblemente injusto,
repleto de resabios feudales. La clase media, sobre todo funcionarios, está
integrada por personas venales, muy corruptas. Y los propietarios son a menudo
personas viciosas, dadas a los placeres y al despilfarro, muchos de ellos de
extrañas costumbres generadas por la soledad en la que se encuentran en sus
explotaciones agrícolas. Quiero destacar a uno de ellos, Pliuchkin (pág. 125 y
ss.), por el parecido que guarda con la señorita Havisham de Grandes esperanzas. Ambos personajes
parecen olvidados de sí mismos y viven rodeados de los ruinosos y polvorientos recuerdos
de sus vidas. La obra de Dickens es veinte años posterior pero ignoro la fecha
de la primera traducción inglesa de Las almas muertas. Es solo una conjetura.
La segunda parte de la novela, de
tono menos humorístico y más moralista, está incompleta debido, según he leído, al intento que hizo Gógol de destuir su manuscrito.
La lectura de la primera parte me
ha recordado al Chévoj y al Bulgákov más creativos y humorísticos. La primera
parte, mucho más vitalista, tiene como uno de sus principales personajes al
narrador. Este toma distancia de la obra, la analiza y «dialoga» con el lector
sobre sus faltas o sus virtudes. Creo que son rasgos de gran modernidad para la
época en la que escribía. El pasaje siguiente resulta ejemplar:
«Pero es muy otra la suerte del escritor que se atreve a sacar a la superficie todas las bajezas de nuestra vida, que penetra en el abismo de los seres fríos, mezquinos, vulgares —que encontramos a cada paso en nuestro camino, a veces triste y amargo— y que con un inexorable cincel pone de relieve todo lo que nuestros ojos se niegan a ver… […] no podrá liberarse del juicio de sus contemporáneos hipócritas e insensibles, que considerarán sus amadas creaciones como obras deleznables y extravagantes, le atribuirán los defectos de sus héroes y le negarán toda cualidad del corazón y del alma, así como la llama divina del talento». (Pág. 145).
Novela, en fin, de gran interés para
los interesados en acercarse un poco más al apasionado y fogoso universo ruso,
un mundo a nuestro alcance gracias a los libros.
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