domingo, 22 de septiembre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (XI).


Capítulo 14

 
 

Una de las aficiones preferidas de mi padre era viajar. Lo hacía sin prisas y, las más de las veces, sin itinerario establecido. Sólo sabía de dónde saldríamos y adónde llegaríamos, pero no por dónde iríamos. Así, no es de extrañar que para ir de Almería a Tarragona pasáramos por Zamora, o que Segovia fuera un lugar de paso en el viaje de Oviedo a Santander. Decía que lo importante era llegar y no por dónde se fuese. Era un hombre sabio, mi padre.

En pocos años nos convertimos en el terror de restaurantes, hoteles y paradores. La simple visión de nuestro mil quinientos familiar, repleto de niños de todas las edades deseosos de inspeccionar los establecimientos, hacía temblar a los encargados de los que elegíamos para comer o pasar la noche. En Úbeda, en el Parador Nacional "Condestable Dávalos", teníamos una de nuestras pocas paradas fijas. Como sabrá el lector viajero y aficionado al arte y la historia, este es un edificio misterioso, lleno de rincones habitados por antiguos fantasmas que ya deben estar un poco apolillados porque el presupuesto no da para sustituirlos por otros nuevos. En general, todo el centro histórico de la Mágina muñozmolinense estaba en aquella época tan viejo y tan falto de cuidados que parecía que se iba a caer de un momento a otro.

Mientras mi padre hablaba en Recepción con el atribulado y tembloroso señor del traje oscuro, que lo escuchaba parapetado tras el mostrador, nosotros nos dedicábamos a realizar las labores  de inspección y reconocimiento de locales que tanto nos gustaban. Nos dividíamos de forma espontánea en varios grupos y corríamos ordenadamente por pasillos y escaleras, desarmando panoplias, gritando "¡D´Artagnan al ataque!" y dando inocentes sustos a los huéspedes y las camareras, siempre con la sana intención de alegrarles la vida. Estoy seguro de que los mustios jubilados alemanes y franceses que ocupaban el noventa por ciento de las habitaciones, recordarán siempre con cariño la graciosa manera que teníamos de adornar el silencio y la quietud en la que vivían normalmente. Seguro que hasta nuestra llegada se aburrían como ostras y estaban deseando que llegara un grupo como el nuestro.

La primera fase de la inspección se acababa cuando mi padre nos llamaba amablemente para que nos reuniéramos en el patio:

—¡Venid aquí ahora mismo si no queréis dormir calentitos esta noche!

A ninguno de los once nos gustaba pasar calor de noche y acudíamos con prontitud a su llamada. Nos disponíamos a su alrededor, en círculo, como si fuéramos humildes arrayanes plantados en torno a un ciprés alto, viejo y sereno.

—A ver: Agustín y Pedro van a la 203; Andrés y Jaime, a la 204; Mamá, Héctor y yo, a la 205 —¡Pedro!, ¡Estáte quieto!—; Sole y Chica, a la 206; Irene y Pilar, a la 207, y Eva y Alba a la 208.

Entonces había que ver con qué gracia subíamos la escalera y tomábamos posesión de nuestros aposentos: todo era un abrir y cerrar de puertas y ventanas, un acrobático pero calculado saltar de los armarios a las camas, un pacífico dialogar para llegar a un acuerdo sobre quién dormiría junto a la puerta y quién junto a la ventana. Todavía no he podido explicarme por qué pedían un cambio de habitación nuestros vecinos extranjeros y no se unían a nosotros... ¡Con lo bien que se lo podían haber pasado! 

Al rato, repeinados y con la camisa bien metida por dentro de los pantalones, bajábamos para cenar. Nuestra entrada en el comedor se veía acompañada por sinceras palabras de elogio, admiración y simpatía. Nosotros sabíamos corresponder a aquellas muestras de cariño desinteresado y, por lo general, no mordíamos a nadie que no nos tocara la cabeza o la barbilla o no nos llamase "monines". 

La cena solía transcurrir sin incidentes dignos de mención. Las camareras del parador, siempre tan amables y tan atractivas gracias a sus sicalípticos trajes regionales, discutían por tener el indudable privilegio de atender nuestra mesa, que ocupaba todo una pared del comedor. Estaba claro que, antes que a los sosos comensales centroeuropeos, nos preferían a nosotros, pues sabían que no iban a tener tiempo de aburrirse.

Una vez terminada la cena, cosa que no ocurría hasta después de llevar media hora solos en el comedor, nos retirábamos a nuestras habitaciones precedidos por nuestro padre, que, previamente, nos había dirigido delicadas amonestaciones como El primero que se levante duerme en el patio o Al primero que oiga lo cuelgo de una percha. Nuestras candorosas almas infantiles recibían aquellas bellas palabras como un bálsamo benéfico, como una bendición del Señor.

Hora y media después, todos los ocupantes del Parador Nacional "Condestable Dávalos" dormían plácidamente. Soñaban con fiordos noruegos, pechugonas cerveceras muniquesas, parisinas de pelo corto y piernas esbeltas o con la dependienta del estanco de la esquina, una persona más cercana y accesible. Todos. Todos menos nosotros, que nos creíamos investidos de un deber que nos mantenía desvelados: nuestras labores de inspección y reconocimiento de locales.

Pedro, nuestro capitán, abría cuidadosamente la puerta de la 203. Se oían los ronquidos de alguien que había abusado del vino en la cena. Un reloj de pared daba las dos. La puerta de la 204 se abría también. Ya andábamos los cuatro por el pasillo, descalzos y en pijama. Objetivo: una brillante armadura que había en el rellano de la escalera.

Aquella noche nuestra inspección hubiera sido un éxito absoluto si no hubiéramos cometido un pequeño error. Pensamos que dentro de la armadura había algo así como un armazón que hacía posible que se mantuviera en pie. Ninguno de nosotros podía pensar que aquel señor tan armado no iba a soportar el peso de los cuatro cuando nos colgáramos de él, que fue la feliz idea que se nos ocurrió. Aquello, que ni era un guerrero, ni una armadura, ni era nada, cayó rodando por los escalones con la discreta compañía de un ruido espantoso de hierros viejos y latas retorcidas. Imagine el lector cómo corríamos hacia nuestros cuartos: si hubiera habido allí un cronometrador olímpico, hubiéramos pasado a la historia por haber batido sobradamente el record de los 100 metros obstáculos varios. Nuestro padre no nos pilló  por décimas  de  segundo.

—Abrid ahora mismo! —gritaba mientras aporreaba la puerta de la 203. Siempre había que buscar un culpable y echarle una riña, y el pobre de Pedro se las llevaba todas.

A la mañana siguiente abandonamos el parador después de un desayuno rápido, cabizbajo y silencioso. Al ir hacia la puerta pude ver que el recepcionista tenía lágrimas en los ojos. Estaba muy triste. Se veía que nos iba a echar mucho de menos hasta que volviéramos por allí. Nosotros, para consolarlo, nos despedimos con un ¡Hasta pronto! que debió dejarlo tranquilo.

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