El Gran Teatro de la Habana (bejar.biz)
Fuera consecuencia, o no, de la petición que había hecho por carta a la Reina Gobernadora en agosto
de 1838, en septiembre del año siguiente Anglona fue nombrado Capitán General
de la isla de Cuba. Desconocemos si un destino tan lejano fue del agrado de
nuestro protagonista pero no hay duda de que cumplió la orden recibida y,
acompañado de su mujer, desembarcó en el puerto de La Habana el 10 de enero de
1840. Las causas últimas de su nombramiento se nos escapan por el momento, pues
no era un lugar realmente atractivo ni cómodo, con un clima infernal y muy
alejado de las capitales europeas a las que estaba acostumbrado. Pudo deberse a
una especie de represalia de los nuevos gobernantes, aunque parece demasiado
escaso el tiempo que media entre el Abrazo de Vergara y su nombramiento, apenas
un mes; además Espartero no entraría triunfalmente en Madrid hasta septiembre
de 1840. Aventurada hipótesis, por tanto, aunque él siempre se identificó con
el grupo de la Reina Gobernadora, ahora en desgracia. Otra hipótesis consiste en
considerar el nombramiento resultado de una petición de Anglona, que siguiese
al pie de la letra la opinión de un médico parisino de renombre que le hubiera
aconsejado para la salud de su hijo enfermo un cambio de clima radical. Como
siempre, la respuesta está en los archivos.
Al llegar a La Habana se vio convertido en la máxima autoridad tanto civil como
militar de una sociedad formada por dos grupos muy bien diferenciados por el
color de la piel y las condiciones de su existencia. Quizá habría que hablar de
dos sociedades y no de una sola dado el grado de separación que existían entre
ambos grupos humanos. Los negros, cerca de 450.000 personas, habían llegado en
su mayoría en los últimos años y de contrabando —en 1817, año en el que España
había firmado un tratado internacional por el que se comprometía a considerar ilegal
el comercio de esclavos, no pasaban de 200.000—, y trabajaban en régimen de
esclavitud en unas condiciones tan inhumanas que la esperanza de vida, según
algunos autores, no pasaba de los 25 años. En las “Leyes para los esclavos en
Cuba” de 1842 encontramos disposiciones sobre la obligatoriedad por parte del
amo de dar a cada esclavo dos mudas anuales y de limitar la jornada laboral a
16 horas, señal inequívoca de que se les trataba aún peor. Valga, como ejemplo,
el artículo 31:
“Cuando el amo del marido comprare la mujer, deberá comprar también con ella los hijos que tuviere menores de tres años, en razón a que según derecho, hasta que cumplan esa edad deben las madres criarlos”.
Parece mentira hasta qué punto puede
llegar el desprecio por el otro entre las personas no instruidas. Cómo se
sentirían esas madres separadas de sus hijos pequeños es algo que dejo a la
meditación del lector.
En cuanto a los blancos, peninsulares o descendientes de ellos, puede
servir de referencia que en 1860 este otro grupo humano era de 475.000 personas.
(Datos obtenidos de obras de Manuel Tuñón de Lara y José María Jover Zamora ya
mencionadas y de aguadepasajeros. bravepages.com).
Existe una anécdota muy ilustrativa sobre el grado de inmoralidad de la Cuba de entonces ocurrida
entre Francisco Marty y Torrens, uno de los españoles residentes en La Habana enriquecidos con la
trata de esclavos y otras actividades delictivas, y el matrimonio formado por
Anglona y Rosario Fernández de Santillán. Don Pancho, así era conocido por
todos, poseía el monopolio de la venta del pescado en la ciudad y dos años
antes había inaugurado un teatro con noventa palcos y capaz para albergar hasta
cinco mil espectadores. Por dicho espacio escénico, cuyas características
técnicas lo acercaban a la Scala de Milán —hoy día, bastante transformado,
lleva el nombre de “Gran Teatro de La Habana”—, pasarían artistas de la talla
de Gottschalk, aquel pianista admirado por Listz y Chopin, Sara Bernhardt o Enrico
Caruso. Cuba vivía entonces unos años de gran bonanza económica basada,
obviamente, en la mano de obra esclava. No hemos encontrado testimonios de la
forma en que se sentían nuestro protagonista y su señora inmersos en aquel
sistema social, pero a uno le gusta pensar que no debían sentirse satisfechos rodeados
de tantas comodidades fundamentadas en tan extraordinaria injusticia social. La
anécdota a la que aludía fue recogida por Álvaro de la Iglesia en su obra
titulada Tradiciones cubanas y ha
sido reproducida en diversos medios digitales. La contaré de manera resumida.
La víspera del santo de Rosario, don Pancho le había preguntado qué quería que
le regalara por su onomástica. Ella le respondió que un pargo de San Rafael, el
pescado más sabroso de aquellas aguas. Al día siguiente muy temprano se
presentó en su casa un esclavo negro llevando el pargo en una bandeja de plata
y una tarjeta de felicitación en la que aconsejaba a Rosario que le abriera el
vientre al pescado. El pargo, desde luego pesaba mucho más de lo que le
correspondía por su tamaño. Abierto el animal, cayeron sobre la bandeja las
onzas de oro con las que había podido ser rellenado. Quizá Marty y Torrens pensara
que un simple pescado era poco para tener asegurada la voluntad de la máxima
autoridad de la isla. No tenemos constancia de la manera en que Pedro Téllez
Girón y su esposa reaccionaron ante el relleno de aquel pescado, aunque no creo
que les dejara indiferentes. Marty y Torrens, gran conocedor del poder
del dinero, estaba muy acostumbrado a entenderse con la autoridad.
(Continuará).
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