MATUTE, Ana María, Algunos muchachos, Barcelona, Destino, 2000 [7ª ed., la 1ª es de
1964]; 174 págs.
Se
trata de una colección de relatos, siete en total, unidos por una serie de
características que dotan de gran homogeneidad al conjunto. Por supuesto, todos
se deben a la mano de la primorosa artesana del lenguaje que fue Ana María
Matute, artista independiente, determinada por seguir el difícil camino de la
creación literaria desde la misma infancia, cuando ya escribía e ilustraba
cuentos. Su prosa, de ritmo muy trabajado, posee estremecedores hallazgos
poéticos.
Nacida en 1926 en el seno de una familia de la burguesía catalana, el suyo es un caso claro de espíritu
libre, contumaz y sensible forjado en la España que le tocó vivir desde primera
hora, de sociedad profundamente injusta y asolada por la guerra. Las claves de
escritura del libro están en su infancia, en las temporadas que pasó en casa de
sus abuelos maternos, castellanos, donde entró en contacto con niños de su
misma edad que no tenían ni para zapatos, una realidad palpable en cualquier lugar
del país. Podía haber optado por mantenerse al margen de esas vidas, como
hicieron muchas de las personas que se encontraban en su misma privilegiada situación,
pero ciertos condicionantes personales, entre ellos su integridad personal, la
fidelidad que se guardaba a sí misma, se lo impedirían. Si a esto unimos su
situación económica, que le permitiría dedicar su vida a la lectura y la
escritura, y la manera en la que se desarrollaron sus relaciones con la madre,
con la que chocó desde un principio por ese problema con la autoridad que
tienen ciertos caracteres, surgirá ante nosotros el prodigio literario llamado
Ana María Matute, creadora de un mundo desgarrador y reconocible, atenta
siempre a mostrar la indefensión de los niños.
Ana María en su juventud
(Foto Europa Press)
Que nadie se deje llevar por las
palabras que pueden leerse sobre algunos de sus libros, por ejemplo, en la
contracubierta de Algunos muchachos, que
pueden hacer suponer el desarrollo de historias y personajes descarados pero amables,
apenas tocados por las turbulencias de la edad. No. Suelen ser historias descarnadas,
protagonizadas, en este caso, por adolescentes que actúan de manera cruel aunque
nunca gratuita por estar bien fundamentada, normalmente en la falta de amor por
parte de los mayores o por un sentimiento de inferioridad social, estados del
ánimo ambos que tuvo que conocer de cerca la niña Ana María.
Los hallazgos expresivos de su
prosa son continuos. Me voy a permitir citar también algunos, sólo dos, de
otros libros suyos —Los Abel (Barcelona,
Destino, 1972 [3º ed., la 1ª es de 1948]) y Fiesta
al Noroeste (Madrid, Cátedra, 1988 [publicada por primera vez en 1952])—,
los únicos que tengo ahora a mano. Hay una evolución clara en su expresión,
cada vez más elaborada y madura.
De Los Abel:
“La pequeña se había quedado dormida sobre un banco. Mientas había estado en la cocina toda aquella gente, apenas la vio nadie; pero ahora, en el medio silencio, su cuerpecito laxo, abandonado, llenaba la estancia arrancando un grito doloroso del fondo de mi ser. Paula la cogió en brazos; y yo la seguí, y me quedé al pie de la escalera, viéndolas subir. Una mano de la pequeña balanceaba, caída, con una dulzura desmayada”. (Pág. 95).
De Fiesta al Noroeste:
“Es posible que Dingo viera al niño, tal como apareció de pronto, en un recodo. Era una flaca figurilla inesperada, nueva, lenta, muy al contrario de él. Lo cierto es que no pudo evitar atropellarle. Le echó encima, sin querer, toda su vida vieja y mal pintada. […] Luego les cayó el silencio. Era como si una mano ancha y abierta descendiera del cielo para aplastarle definitivamente contra el suelo del que deseaba huir. […] Acababa de arrollar a una de esas criaturas que llevan la comida al padre pastor. Unos metros más allá quedó la pequeña cesta, abierta y esparciendo su callada desolación bajo el resbalar del agua.
Todo lo que antes gritara: vientos, ejes, perros, estaba ahora en silencio, agujereándole con cien ojos de hierro afilado. De un salto, Dingo se hundió en el barro hasta los tobillos, blasfemando. Lo vio: era un niño de gris con una sola alpargata. Y estaba ya muy quieto, como sorprendido de amapolas”. (Págs. 81 y 82).
La carga emotiva de la escena va
subiendo hasta llegar a la última frase, de un lírico y desconocido desgarro: “…,
como sorprendido de amapolas”.
De Algunos muchachos:
“Entretanto, los candados se cubrían de musgo verde, de rojo orín, la polea del pozo gemía como un animal indefenso, el cielo huía hacia el invierno”. (Pág. 21).
“Estuvieron fumando una semana entera, o quizá más, y ya conocían muchas estrellas. Nunca hasta entonces pensó así en el universo, nunca hasta entonces, cara al cielo tachonado y verde, se sintió bien clavado, eternamente clavado. Nunca pensó, hasta ahora, en la infinita, envolvente lucidez girando en torno a un solitario niño, de espaldas a la hierba. Conjunciones de astros, pozos sin fin, infinitas miradas pesándole en la frente, en su frágil cuerpo. La cruel eternidad”. (Págs. 34 y 35).
“Don Angelito [, que había empezado a llorar,] asomó la mitad de la cara por los dedos, como por un abanico roto”. (Pág. 42).
De manera muy esquemática, podría
decir que la unidad entre los relatos está lograda, sobre todo, por la lucha de
los protagonistas por hacerse valer frente a un agente opresor, contra el que
reaccionan de manera violenta. Dicho agente opresor puede estar personificado —en
“el Galgo” del primero de los relatos, titulado como el libro, Algunos muchachos, o en la novia de Muy contento—, o estar representado por
una abstracción, como la superstición en El rey de los zennos o la ilegitimidad en Cuaderno para notas.
En cuanto a técnicas narrativas, existe
variedad de unos relatos a otros, aunque predomina la narración en primera
persona. La localización espacio temporal, salvo en El rey de los zennos, de carácter fantástico, corresponde a la
España de posguerra, más concretamente a zonas rurales castellanas controladas
por terratenientes poco escrupulosos con los débiles. Una España en la que los
niños sólo interesaban como fuerza de trabajo. Y aun ni eso, que todavía no la tenían.
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