ALCALÁ, José, El aposentador cansado
y otros escritos sobre Velázquez, Valdemorillo, Editorial La Hoja del
Monte, 2008; 111 páginas.
Se
trata de un libro breve pero intenso, que hará las delicias de las personas
interesadas en profundizar en el conocimiento de la obra y la vida de Diego
Velázquez (1599-1660), aunque a uno le quede la impresión de que Alcalá sólo da
una pequeñísima muestra de sus saberes sobre el pintor sevillano.
El aposentador cansado y otros escritos
sobre Velázquez está dividido en siete partes, cada una de ellas centrada
en un tema concreto: los cambios de nombre que ha sufrido el cuadro que hoy
conocemos como Los borrachos; los
paralelismos existentes entre Los
borrachos y Las señoritas de Avinyó;
la admiración que Joaquín Sorolla sentía por la obra de Velázquez; el carácter
magistral de la pincelada velazqueña, libre de preciosismo y recargamiento;
etc. etc. Sin embargo, la primera de ellas es para mí la más interesante.
Titulada “El aposentador cansado”,
está centrada en los últimos meses de vida del pintor, cuando, en cumplimiento
de sus obligaciones como miembro de la servidumbre real —en concreto en el ejercicio
de su cargo de aposentador—, tuvo que viajar a Fuenterrabía, hoy Hondarribia,
en la frontera con Francia. Las incomodidades del viaje, y la importancia y la
exigencia de sus labores —se trataba de un encuentro al más alto nivel con las autoridades
francesas—, aceleraron su muerte, que ocurrió apenas dos meses después de su
vuelta a Madrid. Poco antes, seguramente en noviembre de 1659, Velázquez había
pintado el retrato de Felipe Próspero, Príncipe de Asturias, que sólo
sobreviviría un año al pintor. Se trata de una obra menos conocida, quizá por
encontrarse en un museo vienés.
El príncipe Felipe Próspero, 1559,
Estas
son las palabras que Alcalá dedica al retrato del chiquillo:
«Paradojas de la vida: Velázquez, tras dispensa papal por su falta de nobleza “por línea paterna y materna”, es finalmente hecho hidalgo por Felipe IV el 28 de noviembre de 1659, día de San Próspero y segundo cumpleaños de Felipe Próspero. Probablemente por estas mismas fechas pinta el retrato de este nuevo serenísimo Príncipe de Asturias. Ya no hay, como en el retrato de su antecesor Baltasar Carlos, peto de acero, bengala de general ni espada. Es interesante comparar estos dos retratos y los historiadores ya se han ocupado de ello: ahora los únicos atributos que adornan la figurita de Felipe Próspero son amuletos contra el mal de ojo y las enfermedades —¡un verdadero catálogo, eso sí!—; tampoco hay ningún enano por debajo del heredero, tan sólo una dulcísima perrita triste —a la que, según Palomino, don Diego tenía gran afecto— acompaña al niño apoyando su cabeza en el reposabrazos de un sillón frailero. Al fondo, como un lóbrego presagio, la oscuridad del viejo caserón del Alcázar amenaza con engullir al pequeño príncipe.Jamás se ha pintado, ni probablemente se vuelva a pintar como en este retrato, la tristeza de un niño de forma tan tierna y tan implacable a la vez; pero “la tristeza”, en la jerga de la germanía, era también la temida sentencia de muerte, y la ingenua mirada infantil, sin concesión alguna al sentimentalismo, presagia el fracaso definitivo, el colapso de la vida, con una intensidad aún mayor que la que brota de los demasiado humanos ojos que don Diego pintara en los últimos retratos de su padre, el cuarto Felipe de los Austrias… Todo se desmorona en España a finales de la década de los cincuenta. Velázquez está ahí». (Págs. 22 y 25).
Este retrato, en palabras del
autor, está impregnado de la misma “lúcida tristeza” (pág. 22) con la que Velázquez
vivió sus últimos años. El cuadro, desde luego, es impresionante. Impresionante
por la indefensión que muestra el niño, solo, diminuto entre el mobiliario, sobre
todo si tomamos como referencia los cortinajes y el banco que hay detrás de él,
o la perrita misma,
que transmite con sus ojos una tristeza capaz de sobrecoger
el ánimo del observador más embrutecido. Impresionante por la cantidad de
amuletos que salpican las ropas del niño, de mirada suplicante, como pidiendo
que lo arranquemos de las garras de la muerte, que ya lo tiene cercado.
E impresionante, además, porque la tristeza del cuadro se acentúa al
compararlo con el retrato del príncipe Baltasar Carlos al que alude el
señor Alcalá, pintado en otra época, más optimista tanto para el padre de los
príncipes fallecidos como para el pintor que los retrataba.
El príncipe Baltasar Carlos, a caballo,
hacia 1635, Museo del Prado
Sólo me queda, desde el lugar de lector que me corresponde, agradecer su obra al señor Alcalá, que acompaña el texto con ilustraciones de su mano. Ojalá se prodigue más con sus escritos.