BULGÁKOV,
Mijaíl, La guardia blanca, Barcelona,
Debolsillo, 2014; 352 páginas. Traducción de José Laín Entralgo.
Buenas tardes. Hoy les traigo una de las novelas de Mijaíl
Bulgákov, autor que para mí está siendo un descubrimiento tardío pero muy satisfactorio.
Lástima que no lo conociera en mis años mozos, cuando las impresiones eran
más intensas y las sensaciones más profundas, o al menos a mí me lo parecían.
La razón de este descubrimiento tardío está en la política: debido a la censura de la dictadura estalinista, la novela, escrita entre 1923 y 1924, no se publicó hasta mediados de los años
sesenta, y eso a pesar de los amorosos esfuerzos y la fuerte voluntad de Yelena Shilovskaya, la última esposa del autor, que
no paró hasta conseguir ver publicada la obra. De hecho, no vio la luz medio en condiciones hasta
1966, y aún de forma incompleta, fraccionada y en una revista. El proceso de
publicación de La guardia blanca es
tan accidentado y sinuoso que, por momentos, parece escapársenos de entre las
manos. Si el lector vive en un país democrático donde existe la libertad de
expresión —iba a añadir “y de imprenta”, pero es una idea que se ha quedado
obsoleta en la era digital—, va a tener complicado entender cómo puede pasar
algo así, a no ser, claro está, que piense en regímenes dictatoriales actuales.
La razón no es otra que contener la narración de episodios de la Guerra Civil
Rusa desde un punto de vista antibolchevique y zarista, lo que era poco menos
que nombrar al diablo en la antigua URSS. Curiosamente, sí tuvo difusión, y
bastante, una adaptación teatral de la novela, Los días de los Turbín, que, según la introducción de Evgeny
Dobrenko a la traducción inglesa de Marian Schwartz (Bulgakov, Mikhail 2008. White Guard. transl. Marian Schwartz, Yale University Press, p.
xix.),
“The Day of the Turbins... became a theater legend... The production ran from 1926 to 1941, it had 987 performances... Stalin... saw it no fewer than 20 times".
Fuera o no Stalin la persona sanguinaria y desalmada que
siempre se nos ha hecho pensar, nos corre un escalofrío por la espalda al imaginarlo
allí en el teatro, sentado, relajado, incluso divertido, disfrutando con la
obra, mientras millones de personas, gobernados por él, vivían como siempre
habían vivido en realidad, a los pies de los caballos de los poderosos.
En cuanto a la difusión de la novela en el extranjero, parece
que en 1930 ya existía una traducción italiana, precisamente del eslavista
Ettore Lo Gatto, pero esta sólo podía corresponder a los capítulos que las autoridades
revolucionarias rusas permitieron publicar en la revista Rossiya en 1925, justo antes de que esta fuese clausurada por orden
superior. Como ya hemos dicho, la novela siguió permaneciendo inédita en su
versión más o menos íntegra hasta 1966. Esto no es óbice para que reproduzcamos
la portada de una edición de La guardia blanca que lleva fecha de 1927. Espero de la generosidad
de algún lector de ruso la aclaración de su naturaleza, aunque parece una
edición publicada en Riga.
(meduza.io/feature/2015/07/12/borba-za-roman-bulgakova).
Los
filólogos especialistas en la obra de Bulgákov tienen tarea, desde luego.
La versión española de cuya lectura he disfrutado fue obra del
apreciable, y poco conocido por causas políticas, José Laín Entralgo,
intelectual y dirigente comunista español, hermano precisamente de un
intelectual perteneciente a Falange, Pedro Laín Entralgo, los cuales, a pesar
de la existencia de las dos Españas incluso entre hermanos —maldita política,
que todo lo estropea—, mantuvieron buenas relaciones a lo largo de su vida, tan
buenas como para que el segundo ayudara al primero a volver a España desde la
URSS en los años cincuenta y a seguir con su ingente labor traductora ya en
suelo español, pues gracias a José Laín disfrutamos de traducciones directas
del ruso de autores como
“Babel, Bulgakov, Bunin, Tólstoi, Dostoievski, Chejov, Gógol, Shójolov, Pushkin, Maximov y otros”.
La
cita proviene de un completo artículo sobre José Laín. Existe una
traducción de la novela posterior, de 2006, obra de Julio Travieso Serrano.
La guardia blanca tiene muchos atractivos, y uno de
ellos es precisamente el autor.
(chtenie.kurskonb.ru).
Mijaíl Bulgákov (1891-1940), descendiente de estudiosos de
las Escrituras, médico y de una juventud arrebatadoramente apasionada, vivió en
sus propias carnes todas las guerras y convulsiones sociales que sacudieron
tanto su Ucrania natal como luego la recién creada URSS, demostrando siempre
una independencia y una fuerza de carácter al alcance de muy pocas personas. Si
a esas características unimos la cultura libresca que ya traía de casa, podemos
afirmar que nos hallamos ante un autor muy completo, de los que podemos llamar
experienciales, en los que cabe incluir, para hacernos una idea de lo que
quiero decir, a novelistas como Cervantes, Jack London, Mark Twain o John
Steinbeck. Cuando Cervantes, por poner un ejemplo, habla de cómo eran los
caminos y las ventas de la España de finales
del siglo XVI, lo hace con conocimiento de causa, por experiencias propias,
circunstancia que se repite cuando Steinbeck describe las penalidades de los
jornaleros explotados por los propietarios agrícolas californianos en los años
de la Gran Depresión, cuando Twain narra la navegación por los grandes ríos
norteamericanos, o, por traer otro ejemplo español, cuando Martín Santos
describe el penoso funcionamiento de un laboratorio dependiente del CSIC en los
años 50. Todos ellos saben de lo que
escriben porque lo vivieron en sus propias carnes. Tal es el caso de Bulgákov.
Lo fue en el Diario de un joven médico,
al que dediqué unas líneas hace unas semanas, y lo es en La guardia blanca, escrita cuando aún conservaba en la piel las
huellas que habían dejado en ella los enfrentamientos armados que habían
sacudido la ciudad de Kiev, “la Ciudad” en la novela, al comienzo de la Guerra
Civil, exactamente los hechos violentos sucedidos en la capital ucraniana entre
diciembre de 1918 y febrero de 1919, tres meses para ser contados. Y Bulgákov
lo hace sin escatimar detalles por muy cruentos que estos fuesen, pues su misma
salud mental, de eso estoy seguro, le obligaba a ello. Cuando uno de los
miembros de la familia protagonista, los Turbín, Nikolka, el pequeño, se ve
obligado a visitar el lugar donde estaban almacenados, apilados, los cadáveres
de las víctimas de los choques armados —muy desiguales por la inferioridad del “ejército”
blanco—, el autor, que en su condición de médico tuvo que conocerlo de primera
mano, describe el hedor a carroña que salía de aquellas instalaciones, y eso a pesar de
encontrarse en un lugar frío y en pleno invierno, logrando con esa descripción
exorcizar los demonios personales que lo acosaban. Cuando llegas a esas
páginas, la descripción es tan gráfica que uno parece notar flotando a su
alrededor los efluvios mefíticos provenientes de los cadáveres en
descomposición. Es la poesía de lo antipoético, la necesidad de lo prescindible,
el verismo ineludible y salvador. En algunas recensiones o comentarios, hay
muchísimos en internet, he leído que la novela tiene un carácter documental y
eso, desde luego, es indudable, pero que nadie piense que la obra puede leerse
con satisfacción desde el punto de vista historiográfico, pues la narración
transmite a la perfección la confusión que vivieron durante aquellos meses los
habitantes de Kiev, que no sabían a ciencia cierta qué estaba ocurriendo. El
fin de la ocupación alemana, el efímero paso por el poder del hatman Skoropadski, el ascenso y la
caída de Petliura, líder nacionalista, y la llegada, para quedarse
definitivamente, del Ejército Rojo se suceden sin orden ni concierto en una
Kiev superpoblada, pues se había convertido en refugio, que luego se demostró
inseguro, de los zaristas que habían podido huir de Moscú y San Petersburgo, las
grandes ciudades del norte. Durante unos meses, pocos pero vividos con
intensidad, Kiev se convirtió en una ciudad dinámica y cosmopolita que Bulgákov
contempla con la curiosidad de un niño.
“Así, pues, el invierno de 1918 la Ciudad experimentó una vida peregrina y artificiosa que muy posiblemente no vuelva ya a repetirse en todo el siglo XX. Tras los muros de piedra, todas las viviendas estaban abarrotadas. Los habitantes de siempre se comprimían y seguían comprimiéndose, dejando de buen grado o a la fuerza sitio a quienes no dejaban de afluir a la ciudad y que llegaban precisamente por el puente en forma de flecha, de entre aquellas neblinas enigmáticas y azuladas”. (Pág. 72).
“Se inauguró el nuevo teatro El Negro Lila y el majestuoso club Cenizas (poetas, directores artísticos, artistas, pintores) de la calle Nokoláievskaia, en el que atronaban los platillos hasta bien entrado el día. Enseguida aparecieron nuevos periódicos en los que las mejores plumas de Rusia insertaban artículos poniendo de vuelta y media a los bolcheviques. Los cocheros se pasaban el día entero llevando gente de un restaurante a otro. Por la noche, en los cabarets tocaban orquestas de instrumentos de cuerda y, entre el humo del tabaco, prostitutas aficionadas a la cocaína lucían su rostro blanco y agotado, de una belleza que no parecía de este mundo.La Ciudad se hinchaba, se extendía, se desbordaba como la levadura del tiesto. Hasta el amanecer permanecían abiertas las casas de juego y a ellas concurrían personalidades de San Petersburgo y personalidades de la Ciudad, concurrían afectados y orgullosos tenientes y mayores alemanes, a quienes los rusos estimaban y temían. Concurrían truhanes de los clubes de Moscú y terratenientes rusos y ucranianos, cuya suerte pendía ya de un hilo. En el café Maxim gorjeaba como un ruiseñor el violín de un rumano fascinante; sus ojos eran maravillosos, tristes y lánguidos, y sus cabellos de terciopelo. Las lámparas, recubiertas con chales gitanos, daban dos clases de luz: por abajo, blanca, y por los lados y arriba, anaranjada. El techo se extendía como un cielo azul cuajado de estrellas; en los azules palcos refulgían hombres gruesos y brillantes y abundaban las rojizas pieles siberianas. Olía a café tostado, a sudor, a alcohol y a perfume francés. Durante todo el verano del año 1918, no cesaron de pasar por la calle Nokoláievskaia los orgullosos cocheros utilizados por la gente adinerada, con sus caftanes guateados, y los conos de los faros, formando una línea ininterrumpida, lucían hasta el amanecer. En los escaparates se amontonaban bosques de flores, colgaban lomos de salmón ahumado con su grasa dorada y botellas del excelente champaña Abran languidecían con sus águilas y sus sellos”. (Páginas 73 y 74).
Toda aquella Babilonia transitoria, creativa e insomne fue barrida por la guerra.
Curiosamente, y salvando las distancias y diferencias lógicas, esa
superpoblación momentánea de Kiev por causas bélicas, recuerda la vivida por
Cádiz durante la ocupación napoleónica de España, pues la Tacita de Plata
también se vio en la obligación de acoger a personas que huían del conflicto,
muchas de ellas pertenecientes a la nobleza, que durante una temporada hicieron
de la luminosa ciudad gaditana el teatro de sus tertulias, sus conciertos y sus
otras elegantes actividades lúdicas. De todas formas, ese ha de ser un fenómeno
que se habrá dado en otras muchas guerras y revoluciones.
Los protagonistas principales de la novela son los tres
hermanos Turbín: Alexei Vasílievich, médico, de veintiocho años, hombre de
acción; Elena, de veinticuatro, que llevará la mayor parte del peso afectivo de
la familia, y Nikolka, de apenas diecinueve años. La novela comienza
precisamente con la muerte de la madre, que deja a los tres en la orfandad
afectiva esperable en esos casos. Los tres hermanos viven en una casa cuya
descripción y situación coincide con aquella donde vivía Bulgákov en Kiev con
sus hermanos, hoy la casa-museo del escritor. Su fachada me parece tan digna y proporcionada
que no me resisto a reproducirla aquí.
(s301.photobucket.com/user/meena6/media/Bulgakovfamilyhomekiev.jpg.html).
La narración de la novela no es lineal, y ese es uno de sus
mayores atractivos. Existen tres importantes saltos temporales, analepsis en
los tres casos, lo que en el cine se denomina flashback. Alguna de ellas narra hechos de cierta lejanía temporal,
lo cual es más corriente, pero otros, sobre todo el relativo al asalto que
sufren los vecinos, intenta lograr sensación de simultaneidad, algo muy
complicado de conseguir en la novela y aún en el cine o en cualquiera de las
artes narrativas basadas en la temporalidad. Quizá en el teatro, subdividiendo
el escenario, pudiera conseguirse, pero el espectador, la verdad, no sabría en
qué argumento centrar su atención. En una tira cómica de Ibáñez, y si se me
permite la humorada —con este ejemplo se entiende bien lo que quiero decir—, exactamente
en “13, Rue del Percebe”, sí era posible, pero se trataba de una narración con
apoyo visual. En La guardia Blanca se
trata de la narración de hechos que han sucedido simultáneamente pero que no
pueden ser narrados de esa manera y conservar la inteligibilidad, de ahí que el
autor se vea obligado a utilizar la licencia mencionada.
En fin. Nada más. Sólo recomendarles vivamente
esta lectura, de la cual he disfrutado como hacía tiempo. Desde hoy reservo a
los hermanos Turbín un rinconcito en mi corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario