Francisco de Borja Téllez-Girón,
X duque de Osuna. (Goya, 1816).
Tras el paréntesis en la narración que supuso el número anterior —dedicado
a un episodio de la Osuna
napoleónica—, vamos a volver al momento donde nos habíamos quedado, el final
del Trienio Liberal (1820-1823). Como ya hemos visto, durante estos tres años,
Pedro de Alcántara Téllez-Girón, nuestro príncipe de Anglona, ha perdido a Francisco de Borja, su
único hermano varón, el duque de Osuna —ahora lo es su sobrino Pedro—, ha
ocupado cargos públicos (Consejero de Estado, Director del Museo del Prado) y
se ha destacado como defensor de la Constitución pronunciando discursos y presidiendo
una Sociedad Patriótica. La vuelta más que probable de la monarquía absoluta
gracias al apoyo de las tropas francesas conocidas como los “Cien mil hijos de
San Luis”, que habían entrado en Madrid a finales de mayo, no presagiaba nada
bueno para su seguridad personal. Su madre, que ya había perdido a su hija
mayor (1817) y a un hijo —el duque mencionado—, teme por él y así se refleja en
su correspondencia, parte de la cual fue publicada por la condesa de Yebes en
1955 con el título de La Condesa-Duquesa de Benavente: una vida en unas cartas.
Recogemos ahora parte del contenido de las páginas 272 y 273 de esta obra.
En carta del 14 de junio de 1823, el administrador de Bailén y de los
bienes en Andalucía relata que
“el Exmo. Sr.
Príncipe de Anglona, hijo de V. E., salió de aquí [Sevilla] para Sanlúcar de
Barrameda con solo el ayuda de cámara el lunes 3 a las 5 de la mañana, y el
cochero con los dos caballos el miércoles siguiente y no he sabido como llegó
S. E. a aquella ciudad”.
La condesa-duquesa quiere noticias más detalladas e, intranquila, escribe
el 24 del mismo mes diciendo que ha leído cartas más claras:
“… debo decirte
que no expresas los sujetos visibles que han sido atropellados no sólo en sus intereses,
sino en sus personas”.
Pasa casi un mes sin tener noticias del hijo. El 1 de julio vuelve a
escribir al administrador mencionado, y le dice:
“debes conocer
el interés que tengo en que sepa de mí y yo de él. Creo que mi hijo está en
Sanlúcar, pues no tengo antecedentes de lo contrario”.
Hasta la fecha no he podido consultar directamente los legajos que
contienen este intercambio epistolar y, por lo tanto, no puedo confirmar que el
administrador consiguiera tranquilizar con certezas a esta madre preocupada,
preocupación tan natural en cualquier madre del mundo. Lo que sí puedo
asegurarles es que a nuestro protagonista le quedaban aún muchos años de vida. Ahora
se trataba de cuidarla.
El año de 1823 marca el inicio del segundo exilio masivo de españoles en el siglo
XIX. En este caso, el anterior fue el de 1814, la obra de Dolores Rubio, Juan
Francisco Fuentes y Antonio Rojas titulada Censo
de liberales españoles en el exilio (1823-1833) recoge datos de más de
5.000 exiliados, la gran mayoría de ellos en suelo francés. Pero no todos los
exiliados lo fueron en el país vecino. Otros, quizá por contar con más medios,
se establecieron en tierras más lejanas y, no sé si casualmente, menos al
alcance de los agentes en el extranjero del rey Fernando, cuya policía contaba
en 1824 con un superintendente llamado José María de Arjona que no debe
confundirse con el ursaonense José Manuel Arjona, Asistente de Sevilla entre
1825 y 1833, cargo en el que sobresalió por las reformas urbanísticas de las
cuales nacieron parajes tan agradables como el Paseo de las Delicias o lo que
en la actualidad conocemos como “los jardines del Cristina”. Entre los
liberales exiliados a otras tierras, tenemos, por ejemplo, a Joaquín Lorenzo
Villanueva, autor de Mi viaje a las
Cortes, un diario personal de las sesiones de las Cortes de Cádiz que, a falta del oficial, tiene un gran valor
histórico. Establecido en Dublín en 1823, allí vivió hasta su muerte (1837) y fue
sepultado con unos honores que difícilmente hubiera recibido en España. En
cuanto a Anglona, según lo poco, por no decir poquísimo, que he podido
averiguar, el lugar donde residió durante estos años de gobierno fernandino,
conocidos como la “Década Ominosa”, fue Italia, país donde ya había pasado una
temporada con el ejército entre 1805 y 1807. Así lo afirman en sus obras ya
citadas Gutiérrez Núñez y el marqués de Miraflores, los cuales coinciden en afirmar
que durante su exilio, son palabras de Miraflores, “permaneció dedicado al
estudio de las artes y de la historia, que fueron siempre el objeto incesante
de su afición predilecta”. Este autor, por cierto, da la fecha de febrero de 1824 para la salida hacia el exilio de nuestro protagonista, del cual no volverá
hasta principios de la década de los treinta.
(Continuará).
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