La
librería del ursaonense Daniel Cruz, sita en Sevilla a
cien metros apenas de la casa en la que vivió
Rodríguez Marín, está instalada en un espacio diáfano y luminoso. El
inicio de la visita, pues, ya es gratificante en sí mismo. El local ocupa una
esquina, exactamente la formada por las calles Boteros y Odreros, junto a la
mismísima Plaza de la Alfalfa; esa coincidencia puede hacer pensar en analogías
entre el trasiego de vinos y de conocimientos, entre la alegría que suponen
para el espíritu la bebida y la lectura de un buen libro, pero ese camino, aunque
resulte tentador desde el punto de vista literario, lo dejo para otra ocasión.
El caso, y por ahí iba yo, es que al estar en una esquina, el local posee una
iluminación que ya quisieran muchos, pues la luz le entra por dos hermosas
ventanas, cada una de ellas abierta a una calle. Junto a ellas, un sillón
comodísimo en el que uno se sienta con el libro de su interés que ya ha
elegido, que sabe que va a comprar, pero que quiere empezar a saborear allí
mismo, pues el ofrecimiento de aquellos confortables asientos, situados junto a
tan generosas ventanas, resulta realmente incitador. Los libros monopolizan una
de las paredes del establecimiento, de doble altura y sus buenos cuatro metros;
llegan hasta el mismo techo, como esas bibliotecas que encandilan la
imaginación de los lectores y en su día encandilaron la del mismísimo Jorge
Luis Borges, cuando creó aquella biblioteca infinita que sirvió de inspiración a Umberto Eco en El nombre de la rosa, ese lugar donde
los fondos bibliográficos y las sorpresas resultaban inagotables. Líbrenme el
azar, o el destino, de esas librerías donde los dependientes no le dejan a uno
curiosear tranquilo, las típicas librerías comerciales que forman parte de
cadenas de tiendas, donde los empleados van uniformados y están pendientes de
ti para ver qué necesitas, vendedores que, aleccionados o no por sus jefes, no
se paran a pensar que si uno quiere preguntar dónde está tal libro o tal
sección ya lo hará, que si no lo hace es porque desea despistarse, perderse en
soledad en el universo de libros, de espíritus de escritores, que tiene a su
disposición, atento quizá sólo a percibir el aleteo de un alma o de un pensamiento
privilegiado que pugna por salir y ser aprehendido por un lector dispuesto a
ello. Al entrar en Boteros te encuentras con Daniel, claro está, que te recibe
con ese calor y esa simpatía en el trato que no se aprenden, que se tienen o no
se tienen, y él las tiene de sobra, y luego te deja hacer, te deja perderte en
el bosque de libros que ha creado. Esa es una de las grandes diferencias que
suelen existir entre los libreros de genero nuevo y los libreros de lance, su
aparente indiferencia ante la posibilidad de vender, pues los segundos te dan
los buenos días y siguen enfrascados en su lectura, de manera que uno duda a
veces si son los dueños de la librería u otro cliente lector. Algunos, como la
inolvidable Mercedes de la sevillana calle Cerrajería, llevan su indiferencia
hasta el punto de perderse en la trastienda para tocar en la guitarra por
bulerías. O por alegrías. Y te sientes feliz junto a estos libreros, espíritus
libres, arropado por ellos y por sus miles de volúmenes, inmerso quizá ya en la
lectura del que has comprado porque no te quieres ir, porque estás allí tan a
gusto como podrías estar en tu casa.
En la actualidad, y hasta enero de 2016, la
librería alberga una exposición de David
González Jiménez (Piru).
Hoy
día, cuando las formas de comunicación y conocimiento son tan frías y están tan
manipuladas gracias a la revolución digital, cuando a pesar de la sensación de
libertad que pretenden inculcarnos nuestras vidas se encuentran más controladas
y teledirigidas que nunca, encontrar un lugar como la librería de Daniel, donde
se mantiene el intercambio libre de ideas y pensamientos, donde puedes
encontrar tanto los primeros libros de Sánchez Ferlosio o de Albert Camus o de
Cortázar como El itinerario del éxtasis
de Athanasius Kircher, o un ejemplar de la edición parisina de 1610 de Opuscula varia antehac non edita del
Julio César Escalígero, con la particularidad de estar expurgado por el censor —cuyos
comentarios y tachaduras resultan perfectamente visibles—, resulta un milagro, como un renacimiento de la cultura
profunda al que uno asiste cada que vez que traspasa el umbral de su puerta. La
librería de Daniel, y sus semejantes, repartidas por las principales ciudades,
constituyen refrescantes oasis en medio de la vulgaridad y de la mediocridad de
los tiempos actuales, donde la sociedad, realmente manipulada— qué poco
conscientes somos de ello, hay que insistir—, está entregada a un culto
irracional a la juventud, la belleza y el aspecto exterior de las personas, y
tiene olvidada, como en el desván, la formación del espíritu y del intelecto.
Visite
el local de Daniel Cruz, se lo recomiendo con calor, que la vida se nos pasa
volando y no podemos dejar escapar las pocas ocasiones que van quedando de
disfrutar de lo bueno. Hágalo. Y buena lectura.
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