Capítulo 14
Una de las aficiones preferidas de mi
padre era viajar. Lo hacía sin prisas y, las más de las veces, sin itinerario
establecido. Sólo sabía de dónde saldríamos y adónde llegaríamos, pero no por
dónde iríamos. Así, no es de extrañar que para ir de Almería a Tarragona
pasáramos por Zamora, o que Segovia fuera un lugar de paso en el viaje de
Oviedo a Santander. Decía que lo importante era llegar y no por dónde se fuese.
Era un hombre sabio, mi padre.
En pocos años nos convertimos en el
terror de restaurantes, hoteles y paradores. La simple visión de nuestro mil
quinientos familiar, repleto de niños de todas las edades deseosos de inspeccionar los establecimientos, hacía
temblar a los encargados de los que elegíamos para comer o pasar la noche. En
Úbeda, en el Parador Nacional "Condestable Dávalos", teníamos una de
nuestras pocas paradas fijas. Como sabrá el lector viajero y aficionado al arte
y la historia, este es un edificio misterioso, lleno de rincones habitados por
antiguos fantasmas que ya deben estar un poco apolillados porque el presupuesto
no da para sustituirlos por otros nuevos. En general, todo el centro histórico
de la Mágina muñozmolinense estaba en
aquella época tan viejo y tan falto de cuidados que parecía que se iba a caer
de un momento a otro.
Mientras mi padre hablaba en Recepción
con el atribulado y tembloroso señor del traje oscuro, que lo escuchaba
parapetado tras el mostrador, nosotros nos dedicábamos a realizar las labores
de inspección y reconocimiento de
locales que tanto nos gustaban. Nos dividíamos de forma espontánea en
varios grupos y corríamos ordenadamente por pasillos y escaleras, desarmando
panoplias, gritando "¡D´Artagnan al ataque!" y dando inocentes sustos
a los huéspedes y las camareras, siempre con la sana intención de alegrarles la
vida. Estoy seguro de que los mustios jubilados alemanes y franceses que
ocupaban el noventa por ciento de las habitaciones, recordarán siempre con
cariño la graciosa manera que teníamos de adornar el silencio y la quietud en
la que vivían normalmente. Seguro que hasta nuestra llegada se aburrían como
ostras y estaban deseando que llegara un grupo como el nuestro.
La primera fase de la inspección se acababa cuando mi padre
nos llamaba amablemente para que nos reuniéramos en el patio:
—¡Venid aquí ahora mismo si no queréis
dormir calentitos esta noche!
A ninguno de los once nos gustaba pasar
calor de noche y acudíamos con prontitud a su llamada. Nos disponíamos a su
alrededor, en círculo, como si fuéramos humildes arrayanes plantados en torno a
un ciprés alto, viejo y sereno.
—A ver: Agustín y Pedro van a la 203;
Andrés y Jaime, a la 204; Mamá, Héctor y yo, a la 205 —¡Pedro!, ¡Estáte quieto!—;
Sole y Chica, a la 206; Irene y Pilar, a la 207, y Eva y Alba a la 208.
Entonces había que ver con qué gracia
subíamos la escalera y tomábamos posesión de nuestros aposentos: todo era un
abrir y cerrar de puertas y ventanas, un acrobático pero calculado saltar de
los armarios a las camas, un pacífico dialogar para llegar a un acuerdo sobre quién
dormiría junto a la puerta y quién junto a la ventana. Todavía no he podido
explicarme por qué pedían un cambio de habitación nuestros vecinos extranjeros
y no se unían a nosotros... ¡Con lo bien que se lo podían haber pasado!
Al rato, repeinados y con la camisa bien
metida por dentro de los pantalones, bajábamos para cenar. Nuestra entrada en
el comedor se veía acompañada por sinceras palabras de elogio, admiración y
simpatía. Nosotros sabíamos corresponder a aquellas muestras de cariño desinteresado
y, por lo general, no mordíamos a nadie que no nos tocara la cabeza o la
barbilla o no nos llamase "monines".
La cena solía transcurrir sin incidentes
dignos de mención. Las camareras del parador, siempre tan amables y tan
atractivas gracias a sus sicalípticos trajes regionales, discutían por tener el
indudable privilegio de atender nuestra mesa, que ocupaba todo una pared del
comedor. Estaba claro que, antes que a los sosos comensales centroeuropeos, nos
preferían a nosotros, pues sabían que no iban a tener tiempo de aburrirse.
Una vez terminada la cena, cosa que no
ocurría hasta después de llevar media hora solos en el comedor, nos retirábamos
a nuestras habitaciones precedidos por nuestro padre, que, previamente, nos
había dirigido delicadas amonestaciones como El primero que se levante duerme en el patio o Al primero que oiga lo cuelgo de una percha. Nuestras candorosas
almas infantiles recibían aquellas bellas palabras como un bálsamo benéfico,
como una bendición del Señor.
Hora y media después, todos los ocupantes
del Parador Nacional "Condestable Dávalos" dormían plácidamente.
Soñaban con fiordos noruegos, pechugonas cerveceras muniquesas, parisinas de
pelo corto y piernas esbeltas o con la dependienta del estanco de la esquina,
una persona más cercana y accesible. Todos. Todos menos nosotros, que nos
creíamos investidos de un deber que nos mantenía desvelados: nuestras labores
de inspección y reconocimiento de locales.
Pedro, nuestro capitán, abría
cuidadosamente la puerta de la 203. Se oían los ronquidos de alguien que había
abusado del vino en la cena. Un reloj de pared daba las dos. La puerta de la
204 se abría también. Ya andábamos los cuatro por el pasillo, descalzos y en
pijama. Objetivo: una brillante armadura que había en el rellano de la
escalera.
Aquella noche nuestra inspección hubiera sido un éxito
absoluto si no hubiéramos cometido un pequeño error. Pensamos que dentro de la
armadura había algo así como un armazón que hacía posible que se mantuviera en
pie. Ninguno de nosotros podía pensar que aquel señor tan armado no iba a
soportar el peso de los cuatro cuando nos colgáramos de él, que fue la feliz
idea que se nos ocurrió. Aquello, que ni era un guerrero, ni una armadura, ni
era nada, cayó rodando por los escalones con la discreta compañía de un ruido espantoso
de hierros viejos y latas retorcidas. Imagine el lector cómo corríamos hacia
nuestros cuartos: si hubiera habido allí un cronometrador olímpico, hubiéramos
pasado a la historia por haber batido sobradamente el record de los 100 metros obstáculos varios.
Nuestro padre no nos pilló por
décimas de segundo.
—Abrid ahora mismo! —gritaba mientras
aporreaba la puerta de la 203. Siempre había que buscar un culpable y echarle
una riña, y el pobre de Pedro se las llevaba todas.
A la mañana siguiente abandonamos el
parador después de un desayuno rápido, cabizbajo y silencioso. Al ir hacia la
puerta pude ver que el recepcionista tenía lágrimas en los ojos. Estaba muy
triste. Se veía que nos iba a echar mucho de menos hasta que volviéramos por
allí. Nosotros, para consolarlo, nos despedimos con un ¡Hasta pronto! que debió dejarlo tranquilo.