Eduardo Zamacois, Memorias de un vagón de ferrocarril, Barcelona, Editorial AHR, 1965; 338 páginas.
El pasado mes de diciembre, y mientras exploraba las estanterías de la librería Boteros, me topé con una edición en tapa dura de este delicioso libro de Zamacois. Ese día llevaba en los bolsillos dinero suficiente y no se me pasó por la cabeza hacer un «sinpa», entre otras cosas porque la librería es de mi amigo Dani, siempre he creído en la necesidad de respetar la propiedad privada y tengo ya más de cincuenta años y los pelos grises, una edad y una apariencia impropias de un ladrón de libros. Bromas aparte, aquel día llegué a mi casa y lo dejé en la cola de lecturas futuras. Allí, como aparcado en una vía muerta, ha estado esperando estos meses.
El pasado mes de diciembre, y mientras exploraba las estanterías de la librería Boteros, me topé con una edición en tapa dura de este delicioso libro de Zamacois. Ese día llevaba en los bolsillos dinero suficiente y no se me pasó por la cabeza hacer un «sinpa», entre otras cosas porque la librería es de mi amigo Dani, siempre he creído en la necesidad de respetar la propiedad privada y tengo ya más de cincuenta años y los pelos grises, una edad y una apariencia impropias de un ladrón de libros. Bromas aparte, aquel día llegué a mi casa y lo dejé en la cola de lecturas futuras. Allí, como aparcado en una vía muerta, ha estado esperando estos meses.
Al autor lo conocía de oídas, como uno de esos novelistas
incansables que ha habido en la historia de la literatura, capaces de escribir
más de cuarenta novelas, pero que, debido a esas necesidades materiales que
envilecen a menudo las producciones literarias —el público en general prefiere
novelas ligeras, que no le hagan pensar mucho, y el autor tiene que comer—,
escriben pensando casi únicamente en su sustento y en el de su familia, o «sus
familias», como es el caso. La biografía de Zamacois resulta atractiva porque
fue un hombre realmente de acción, que amó apasionadamente, viajó de manera
incansable y falleció con noventa y ocho años. Del libro, al instante me llamó
la atención el croquis del vagón protagonista, que aparece en la página 4, pues
me di cuenta de que tenía la misma distribución de los vagones de los trenes de
largo recorrido que conocí en mi infancia, con compartimentos para ocho
personas, que generalmente no iban llenos y donde, en esos casos, uno podía
acomodarse razonablemente.
Los viajes
podían resultar interminables sobre aquellas traqueteantes vías férreas, con
aquellas paradas eternas en Alcázar de San Juan, donde uno veía, como alucinado,
trenes largos como la noche olvidados en inacabables vías muertas. Ahora
mismo escribo para todo el mundo, aunque, desde luego, soy consciente de lo
difícil que pueden tener comprender cómo eran aquellos trenes y aquellas
estaciones los lectores españoles más jóvenes, pues el aspecto y las
prestaciones de los trenes han cambiado mucho. Seguro que los lectores de
países que han invertido menos en la modernización del ferrocarril no ven esos
trenes y esas estaciones tan lejanas en el tiempo. De todas formas, en países
como España el tren se ha deshumanizado, de eso no cabe ninguna duda. Ahora,
cuando uno puede viajar de Málaga a Barcelona en apenas unas horas, o de
Barcelona a París sin necesidad de cambiar de tren o de someter las unidades a
una reducción del ancho de los ejes en la frontera —pues ya parece que no
tememos que nadie nos invada vía ferrocarril y tenemos el mismo ancho de vía—,
uno echa de menos muchas cosas, todas relacionadas con la excelente y reflexiva
lentitud con la que se vivía antes.
El croquis
en cuestión se refiere a un vagón de primera clase fabricado en Francia que
circuló por España en las primeras décadas del siglo XX. Aunque a muchos pueda
parecer mentira, los vagones con que se formaban los convoyes de los trenes españoles
de largo recorrido de la década de los años sesenta, durante mi infancia, eran
parecidísimos, de ahí que al hojear el libro y encontrar el dibujo lo comprara
sin dudar, pues inmediatamente acudieron a mi memoria recuerdos y sensaciones
de aquellos años.
En esta novela
el lector necesita hacer un esfuerzo, mínimo, para transigir con la
personificación del vagón, el narrador-protagonista, que desde la primera
página se nos presenta como un ser con alma y sentimientos, capaz de percibir,
y de entender a la perfección, el mundo de los humanos, y de tener comunicación
con el resto de unidades del convoy, tanto vagones como máquinas. Gracias a los
cambios de línea a los que el vagón es sometido a lo largo de su vida, el
lector se pasea por casi todas las regiones españolas y percibe una amplia panorámica,
siempre teniendo como centros las estaciones ferroviarias, de la sociedad española
de las primeras décadas del siglo XX. Y no sólo lo hace de las distintas capas
de la sociedad, en aquella época muy diferenciadas, sino también del paisaje
español. Es aquí, curiosamente y donde menos me lo esperaba, donde se pueden
encontrar en esta novela de un autor de supuesta segunda fila páginas
inolvidables. España, como sabe cualquiera que haya viajado un mínimo por
Europa, aunque sea sin salir de su casa —mirando un mapa del relieve—, es uno
de los países más montañosos del continente, característica que dificulta y
encarece el trazado de cualquier vía de comunicación. A la descripción del paso
del convoy por las zonas más montañosas del Norte, donde el vagón experimenta
desde su primer viaje el vértigo de verse suspendido sobre el vacío de los puentes
metálicos que salvan ríos y unen montañas, o el pánico de encontrarse de repente
metido en un interminable túnel oscuro, se une la descripción de las
inacabables llanuras castellanas, vistas con un lirismo y una sobriedad de
recursos expresivos que une al autor con sus contemporáneos del 98. Mucho
podría decirse, y criticarse, sin embargo, del empleo por parte de Zamacois de
palabras descaradamente rebuscadas: «asotilado» (sutilizado), «sitibundo» (sediento), «hadado» (milagroso, mágico), «ratonado» (lleno de ratones), «dicaz» (agudamente
mordaz), «inmergido» (sumergido, en el sentido de abismado), etc. Su uso puede
deberse a un intento desesperado por ganarse el favor de los críticos, pues
publicaba al mismo tiempo que autores de la talla de Valle-Inclán, por poner un
ejemplo de autor de expresión muy rica y trabajada pero cuyo trabajo permanece
oculto y el texto aparece escrito así de forma natural, sin violencias.
Salvando las distancias en todos los órdenes, sobre todo en el ideológico, Zamacois me
recuerda los esfuerzos que realizó en ese sentido Aarne Haapakoski, aquel prolífico
novelista finlandés que vino a descansar definitivamente en tierras malagueñas,
donde nadie es considerado extranjero, y que luchó durante gran parte de su carrera por lograr el aplauso de la crítica,
algo, bajo mi punto de vista, que resulta patético e indigno en un autor.
Zamacois no llegó nunca a esos extremos, pues era generoso, la vida le sobraba —se
le salía por los poros—, y siempre fue consciente de cuál era su lugar en el
mundo.
Una de esas
descripciones paisajísticas a las que me he referido contiene un pasaje
antológico. Se trata de aquel en el que ensalza la existencia de los árboles que
bordean los caminos, un texto inspirado por esa proximidad inconsciente y
natural que la humanidad debe reconocer sentir por esos seres vivos, tan
necesarios y tal olvidados por el «progreso». Está en las páginas 232 y 233.
Les dejo con él.
«Entero mi amor lo consagro a los árboles olvidados de la suerte, a los árboles-parias, a los árboles trágicos, que el hombre o la casualidad sembraron al borde de los caminos. Nadie los defiende, nadie los cuida; y ellos, sin embargo, no vegetan egoístamente como los otros, sino que, bondadosos, extienden su ramaje sobre la aridez de la carretera por donde el dolor de la vida del pobre, de la vida del triste, pasa lentamente, y amparan al peregrino y defienden del sol a las bestias cargadas. Nunca pude ver sin emoción esas hileras de árboles que en la sequedad de la planicie castellana derivan hacia el horizonte marcando las ondulaciones de un camino. Parecen marchar tras de un entierro, y en su ramaje ralo, que sombrea a intervalos la ruta polvorienta, hay un ascetismo. ¡Qué tristeza la suya, tan honda! Solos, abandonados, nadie acudirá a levantarlos si el huracán los derriba, ni los desembarazará de la cizaña, ni lavará el polvo calizo que mata su fronda, ni les dará un poco de agua cuando sus raíces, bajo el sol de agosto, mueran de sed. Nadie los defiende. El carretero cortará de ellos la vara que necesita para apalear su ganado, y al pie de su tronco los pastores, en las noches de invierno, encenderán la hoguera con que han de calentarse. Eucaliptus, higueras, álamos erectos, chopos llenos de gracia, acacias plateadas… no merece perdón el ingrato que arranque a vuestro ropaje una sola hoja. Si sois bellos y buenos, si dais hermosura al paisaje y salud al hombre, ¿quién exigirá más de vosotros?...».
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