Conozco una multitud de
adultos inmóviles. Día y noche se mantienen en pie y con los brazos abiertos, dispuestos a estrecharte con calor. Son generosos y juego entre ellos todo el día, me dejan hacerlo. No me riñen, ni me persiguen bufanda en mano para que me abrigue porque empieza a hacer frío. Son dóciles y, a pesar de su
inmovilidad —y gracias a ella—, grandes compañeros de juegos. Me escondo detrás
de sus cuerpos, de sus mástiles de barcos veleros, anchos en su base y progresivamente estilizados hasta acabar en una aguja
de milímetros de grosor. Sé que tienen unos primos, los mediterráneos, que
tienen otro cuerpo, más copudo y más bajo... Estos me gustan más. Algunos,
los más ancianos, son anchos como una casa y están llenos de antiguos recovecos
donde alguna vez se ocultó un maqui o un simple bandolero. Ahora me oculto yo y
siento las mismas intenciones transgresoras de sus antiguos ocupantes.
Toco sus cuerpos y noto
cómo corre por sus venas el río de la vida. Por ellas fluye lentamente un líquido
cristalino que a veces se me pega al pelo, a los brazos, a las piernas o la
ropa y en mi casa es motivo de riñas y advertencias. Vivo con adultos que sí
se mueven y hablan pero no entienden a los niños y no juegan conmigo.
Una profundidad verde y
matizada por haces de luz que caen desde el cielo envuelve a esta multitud
inmóvil y cómplice. Me cuelgo de sus brazos y trepo por sus cuerpos dejándome
invadir por la fragancia que brota de ellos. Observo a los picamaderos,
pequeños pájaros de picos largos y afilados que repiquetean buscando alimento
bajo los corchos de los troncos:
—Toc toctoctoc toctoctoctoctoctoc toctoctoc
toc toctoc.
Allí, tendido entre sus
brazos, me duermo a menudo dejándome arrullar por el sonoro silencio de la
montaña.
A los pies de esta
multitud vive otra multitud más de mi tamaño. Sobrevive de manera independiente
o abrazada a los demás, como la yedra, ser inmundo, aprovechado, incapaz de
medrar por sus propios medios, de crecer por sí solo, de destacar por su
propias facultades. Su piel es de un verde más oscuro y brillante, como el de
algunas serpientes, y se arrastra como ellas, silenciosa y tenaz.
Los días que no hay
luna, con la llegada de la noche la multitud desaparece de mi vista. Se viste
de negro y se puebla de sonidos ferinos y fantasmales. Como la roca desprendida
de la montaña se precipita por la ladera, arrasando todo lo que encuentra a su
paso, así progresa durante la noche el poderoso jabalí entre la multitud. Los
dos cuchillos de su boca brillan a veces en la oscuridad como dos alfanjes
morunos que flotaran sobre un telón negro, indicándome que no debo alejarme de
la casa. Miro hacia arriba y comprendo por qué la Vía Láctea se llama láctea y
por qué en Madrid nadie mira al cielo. A veces, una bola de fuego atraviesa el
firmamento dejando, como efímero rastro de su paso, la música silenciosa de sus
fragmentos perdidos. Y mi boca sonríe, agradecida.
Las noches de luna,
después de su salida, la multitud vuelve a materializarse ante mis ojos. La Reina
tarda en llegar. Durante el tiempo de espera la multitud y sus habitantes se
duermen, pero su sueño es corto e intranquilo. Cuando empieza a verse por
Oriente el cortejo luminoso que anuncia su llegada, ellos se
desperezan y empiezan a moverse. Poco a poco, lenta y poderosa, la luna toma cuerpo
sobre el perfil del horizonte, alarga las sombras de la multitud y revive a sus
habitantes. Todo es ya un ir y venir de animales enfebrecidos, convertidos ahora
en licántropos involuntarios que aúllan de doloroso placer. Esas noches me cuesta
trabajo conciliar el sueño: no puedo contar estrellas.
Durante el día, la
multitud es más amable. Hay tardes en las que me cuelgo por las piernas de uno
de los brazos de esos adultos y me quedo allí horas y horas, dejando que mi
cabeza se llene de su río cristalino, de su permisividad de abuelos tolerantes
y bonachones.
Y me reencuentro. Y soy
feliz.