A
Carlos Álvarez-Nóvoa Sánchez,
con
toda mi gratitud.
—... , pero no creáis
que le resultó fácil poder superar todos los obstáculos; alguno de ellos, como
la insensibilidad de la mayoría de las personas que había conocido hasta
entonces, era una carga muy difícil de sobrellevar.
Justo en ese momento
sonó la campana que indicaba el final de la clase.
—Hemos acabado por
hoy.
Había terminado la
última clase de literatura de la semana; ahora tendría que esperar hasta el
lunes para volver a dejarme envolver por aquella voz profunda, cálida y llena
de matices expresivos. Escucharla era una de las dos razones de mi asistencia
casi diaria a las clases de 2º de B.U.P.; la otra, encontrarme con Eva en el recreo
y perdernos juntos en algún rincón oscuro, donde nos besábamos como si no
existiesen otros labios en el mundo.
Me quedé sentado
mientras veía cómo lo rodeaban más de la mitad de las niñas de la clase con la
intención de "aclarar dudas". Su cabello rizado, canoso y peinado
hacia atrás, su nariz aguileña, sus ojos, de mirada franca, sobresalían por
encima de las cabezas de aquellas mujeres dudosas, que se pasaban la clase
intentando atraer su atención. Para ello usaban las armas que tenían más a mano:
cambiaban la posición de sus cabellos, adoptaban posturas que consideraban
infalibles, suspiraban discretamente... Anabel, una muchacha de vaqueros
ajustados especialista en repetir cursos y en dibujar parejas haciendo el amor,
era la más descarada. Apoyaba la barbilla en la palma de la mano derecha y se quedaba
mirándolo con ojos soñadores y llenos de sumisión. Suspiraba con fuerza. Al
rato hacía una pregunta, a la que él respondía con su amabilidad habitual, y
luego volvía a mirarlo fijamente, volvía a suspirar... Todos sabíamos que él mantenía una firme
relación con la profesora de música, una gaditana de ojos teatrales, parecidos
a los de Nuria Espert, pero Anabel, y muchas de las otras, no perdían la
esperanza de conseguir una cita en la que poder disfrutar a solas del encanto
de su voz.
Algo parecido me
ocurría a mí. Cuando recitaba poemas en el silencio absoluto de sus clases, en
las que el nivel de atención de los alumnos era extraordinario, su voz resonaba
por toda el aula y se me metía tan dentro, me emocionaba de tal manera, que
lloraba lágrimas de placer estético. Me dejaba llevar por ella y viajaba en sus
brazos a países inventados donde descubría una parte de mí que desconocía hasta
entonces. Fue al escucharlo recitar por primera vez cuando advertí que en el
piano de mi sensibilidad podían interpretarse acordes que nunca habían sonado y
que sólo podían tocar voces como la suya. Eran acordes melancólicos y de cadencia
muy lenta, los propios de un adagio. Entonces no era consciente de la
importancia de esos momentos, instantes en los que él estaba sembrando en mi
alma adolescente una semilla que acabaría dando el fruto de mi vocación
incondicional por la literatura.
Allí estaba yo
sentado aquella tarde, sin atreverme a caminar hasta su mesa y hablar con él.
En realidad no sabía qué decirle. Quería estar a su lado, que me mirara a los
ojos, me hablara, me ofreciera su sonrisa, se interesara por mis cosas o me
ignorara, me daba igual. Lo admiraba ciegamente, sin limitaciones, como sólo
pueden hacerlo los niños y los enamorados, y, de alguna forma, yo participaba
de las dos condiciones. Además le estaba muy agradecido y quería que lo
supiera: él le estaba dando un sentido a mi vida, empantanada en aquella época
en los cenagales de la adolescencia.
Recuerdo perfectamente
cómo olía, su manera de fumar, de moverse, de caminar, de dar su gran mano,
franca y acogedora. Era alto, delgado y de ademanes viriles pero delicados, una
de esas personas que si tienes la suerte de que se te crucen en la vida a
ciertas edades te la cambian por completo.
Por fin se quedó
sólo. Acabó de recoger sus cosas y me miró con curiosidad:
—¿No sales al patio
entre clase y clase?
—Sólo a veces —mi voz
sonaba tímida pero agradecida—, cuando sé que está Eva. Si no, prefiero
quedarme aquí leyendo.
—¿Por qué no
intervienes nunca en clase?
—Prefiero escucharlo
a usted.
—A ti.
—Bueno, a ti.
Apuró el cigarrillo
que había encendido nada más oír la campana. Era el único profesor que no
fumaba en clase. Aunque nunca lo dijera, sé que lo hacía por solidaridad con
nosotros, que lo teníamos prohibido. Tenía muchos detalles de ese estilo con
los alumnos.
—Oye, estoy
organizando un recital de poesía para cuando llegue la primavera. ¿Por qué no
te presentas a las pruebas? Son esta tarde. Podías ir a ver si pasas la
selección.
—Sí... lo dijo... lo
dijiste en clase el otro día... No sé... me da vergüenza...
—No seas tan tímido. No pierdes nada por intentarlo.
—Bueno... ¡iré! ¡Muchas gracias por proponérmelo!
— ¡Hasta esta tarde
entonces!
Lo vi salir de la
clase y alejarse con su lento andar de sembrador de emociones.
Las pruebas fueron
mucho mejor de lo que pensaba. Una vez superadas, no falté ni un solo día a los
ensayos. Tampoco faltaba Silverio, un alumno de tercero que estudiaba piano en
el conservatorio y estaba muy bien dotado para ese instrumento. Él ponía fondo
musical a algunos poemas. El mío, un texto de Neruda sobre la Guerra in-Civil,
la del 36, no llevaba música: era tanto su dramatismo que cualquier
acompañamiento lo hubiera frivolizado. Su asunto era demasiado serio.
El día del estreno me
vestí de negro y me pasé más de la mitad de aquel recital teatralizado
escondido bajo el escenario. Cuando llegó mi turno, salí con el mayor sigilo.
El público, atento a la escena, no me veía. Avancé unos metros por el pasillo
central del Salón de Actos. Me detuve en mi sitio. Silverio atacó una sonata de
Beethoven. Se apagaron las luces. Justo encima de mí se encendió un foco.
Entonces, una vez silenciada la música, con el cuerpo dominado por una pasión
que nunca antes había sospechado siquiera, empecé a recitar:
"Preguntaréis:
¿Y dónde están las lilas?
¿Y la
matafísica cubierta de amapolas?
¿Y la
lluvia que a menudo golpeaba
sus
palabras llenándolas
de
agujeros y pájaros?
Os
voy a contar todo lo que me pasa."